jueves, 5 de febrero de 2009

Tu silla vacía

Hace tiempo que no puedo hablar contigo sin que me cortes porque tus oídos no alcanzan a escuchar mis palabras, por eso estoy aquí ahora escribiéndote esto.

Tenías cáncer y te morías, veía a la muerte cada tarde sentada a tu lado dejándote sin fuerzas. Esperaba su momento y se frotaba las manos mientras yo evitaba mirarla de frente. Acababa de enterrar a un abuelo, no podía enterrarte a ti también

Has sido el mejor enfermo que he conocido en mi vida, empezaste a ver esperanza cuando pensé que ya lo ibas a dar todo por perdido, recuerdo ahora aquella conversación en el jardín cuando me pedías que dejara a la muerte hacer su trabajo. Pero renaciste, porque una persona como tú no se sienta a ver la vida pasar de largo, yo lo celebré en silencio, una cosa es que el cáncer acabe contigo y otra que te convierta en aquello que nunca fuiste.

Te sometiste a todo el proceso sin protestar, te sentabas durante horas mientras te metíamos veneno en las venas y en vez de quejarte se te caían las lágrimas por el chico que estaba sentado a tu lado. Con tu fuerza y tus ganas de vivir te colaste en ese uno por ciento que se curaba, te reíste en la cara del cáncer como sólo tú sabías reírte de las cosas. Luchaste y ganaste, luchaste hasta que te quedaste sin fuerzas.

Pero a los tres meses volviste a perder, el tumor volvió con más fuerza que antes sin darte tiempo a recuperarte. Tampoco entonces perdiste las ganas, sentado en tu silla te tomabas todas las medicinas aun sabiendo que no eran para curarte, te agarrabas a la vida como no he visto agarrarse a nadie y al mismo tiempo, te convertiste en un ser indefenso. Parecías un niño que sólo quería que le quisieran y le dieran besos y caricias.

Nunca perdiste la sonrisa, ni el humor, nos contabas chistes y andabas por la casa con tu andador mientras te iba creciendo el pelo. Comías sin ganas y agradecías con toda tu alma un minuto de compañía. De nuevo luchaste, siendo consciente de tus posibilidades, exprimiendo los segundos entre tus manos y aunque te parezca que no, ganaste de nuevo. Yo soy humana y cobarde y nunca perdí la esperanza porque la alternativa me daba demasiado miedo. No podía aceptar que no ibas a estar más en el mundo, que llegaría el día en que tu silla de la cocina estuviera vacía.

Eres mi papá, yo nunca pude llamarte abuelo y eso es algo que nunca podré pagarte. Todos los recuerdos de mi infancia los tengo contigo, cada tarde de mi vida la pasé en tu casa. Jugando y haciendo los deberes me ayudaste a convertirme en la persona que soy ahora. Me cuidaste, nunca dejaste de estar pendiente de mí aun cuando estaba muy lejos. Tus peores miedos eran que cualquiera de nosotros sufriéramos y siempre que lloraba tú me abrazabas y me obligabas a parar porque tus lágrimas también resbalaban por tu cara sin remedio.

La última vez que te vi consciente me miraste con los ojos vacios y no fuiste capaz de reconocer mi cara, el cáncer que había conseguido dejarte sin fuerzas te estaba dejando sin memoria. No te despediste de mí, no quisiste despedirte de una extraña, el “no” rotundo que salió de tus labios me rompió el alma. Mientras me arrastraba hacia la puerta supe que te estaba enterrando en vida, que esa sería la última vez que te vería, la última vez que me hablaras. No me equivoqué, a los quince días volaba de vuelta a España.

Y a pesar de que te estabas muriendo, de que se cumplió tu mayor temor en la vida, no poder respirar, que te faltara el aliento, seguiste luchando con todas tus ganas. Esperaste a que yo llegara y nunca podré dejar de darte las gracias. Gracias papá por dejarme despedirme de ti como sólo tú te merecías, porque aunque nunca más me miraste, sé que cuando apretabas mi mano, sabías que era yo la que la estaba cogiendo.

Pensé que no podría volver a hacerlo, que no podría volver a sentarme a ver morir a alguien, que con una vez en mi vida era suficiente. No me equivoqué, no tengo perdón y lo sé y no sabes cuánto lo siento. Mientras estaba a tu lado, acariciándote la mano rogaba a quien quisiera escucharme para que murieras, para que dejaras de sufrir, nadie se merece eso. Pero cuando dejé de escucharte, cuando tu ronquido no inundaba el ambiente y se hizo el silencio, no pude evitarlo. Cerré los ojos, supliqué para volver a oírte de nuevo, te apreté la mano esperando tu respuesta y al no obtenerla te solté y salí corriendo.

Me pudo el miedo, te deje solo, te deje morir solo, a pesar de que si hubiera sido al revés tú nunca lo habrías hecho. Me habrías apretado la mano para que no pasara miedo. Habrías llorado mi muerte sobre mi frente y no en un rincón con los puños apretados, con el alma escociendo de dolor, de rabia y de vergüenza como lloré yo la tuya. Desde entonces sigue escociendo y me temo que nunca dejará de hacerlo. Perdóname tú papá, como me lo has perdonado siempre todo, porque yo nunca tendré fuerzas para hacerlo.

Ahora cada vez que entro en tu cocina y veo tu silla vacía me pongo a temblar y se me rompe algo por dentro. Yo no puedo vivir en un mundo en el que me faltes tú, por eso, desde el lunes no te veo pero te siento. Sé que estás aquí, ahora, conmigo, que me abrazas y me pides que deje de llorar mientras tus lágrimas resbalan por tus mejillas acompañando a las mías. Sé que estarás siempre, que cada vez que lo necesite volveré a oír tu voz diciéndome “no te preocupes hija, que aquí está tu abuelo para solucionártelo todo”


4 comentarios:

Anónimo dijo...

Aquí sobran las palabras porque las dos sabemos que esa silla vacía lo ocupa absolutamente todo.

Simplemente te voy a dejar un besazo bien gordo y me voy con la esperanza de que las lágrimas que se me escapan sirvan, en cierto modo, para diezmar en número a las tuyas.

Y no te voy a decir que sigas siendo fuerte, porque eso tú ya lo sabes...

Pugliesino dijo...

Un abrazo muy fuerte

Miriam dijo...

No te conozco pero necesitaba dejarte un beso enorme.

Popi dijo...

Un abrazo, valiente.