miércoles, 17 de septiembre de 2008

Sous mes draps

Hoy mi cama te sueña vacía, otra vez. Sola, abrí los ojos y observé sobre la almohada la ausencia que gimieron anoche mis lágrimas, la huella de mi cuerpo buscando el tuyo dibujada en el lienzo blanco de las sábanas.

Te he dejado olvidado en otro colchón a kilómetros de distancia del mío. Ese que un día los dos compartimos, el que fue nuestro mundo antes de que yo saliera por la puerta y perdiera todas mis cosas en tu cama.

Perdí tus abrazos, tus besos, tus labios, tu sabor en mi saliva, tu olor en mi piel. Perdí todos los te quiero que susurrabas a mi oído haciéndome cosquillas con tu voz, tu mano cogiendo la mía mientras duermo, tus caricias para despertarme de mis pesadillas, tu respiración en mi cuello, tus dedos dibujando formas en mi piel, perdí tu voz dándome los buenos días y tus besos dándome las buenas noches.

Junto con todas esas cosas, muchas de las mías dejaron de tener sentido, se conservan inútiles en mi cuerpo, llorando sus defectos, buscando acabar con la deformidad que encierra su forma si les falta la tuya.

Mi sonrisa, por ejemplo, muere cada mañana en mi boca al no obtener tu respuesta. Guardo mis besos en mis labios porque no encuentran los tuyos para recogerlos. Mi nariz ha dejado de respirar el aroma de tu cuerpo, mis manos se abrazan a la almohada buscando desesperadas que recibas sus caricias. Mis ojos no se iluminan porque ya no te ven, mi cuerpo ya no se mezcla con el tuyo. Mi cabeza no descansa sobre tu pecho, mis dedos no se enredan entre tus rizos y mi piel tiembla de frío cada noche porque la tuya no está para arroparla.

Pero el día que me fui no lo perdí todo, me llevé lo que pude para que mi marcha no hiciera tanto daño, para que tu ausencia no me doliera tanto. Las guardé entre mis brazos para después colocarlas una a una sobre mi cama, las cubrí con la sábana y cada noche sueño sobre ellas y las acaricio con las manos.

Sueño tu voz cuando sonríes, la forma en la que tu sonrisa nace en tus labios cuando ves la mía. Sueño tus ojos mirando firmemente mis pupilas. Tu infinita paciencia ante mis miedos, tu lucha por acabar con ellos, la forma en que consigues que confíe en mí misma cuando yo ya he perdido toda esperanza. Sueño cada una de las palabras que me has dicho, tus dedos secando mis lágrimas. Sueño con el color de tu risa, el sonido de tus labios, las caricias de tu mirada y el sabor de tus manos, sueño todas y cada una de las cosas que nos hacen parecernos tanto, todo lo que tenemos en común y lo que no. Sueño con tu forma de quererme, de cuidarme, con todo lo que me has hecho sentir, con todo lo que guardo en mi memoria. Y me despierto con la forma en que todo mi mundo se desploma cada vez que un te quiero se escapa de tus labios.

Puede que mi cama no lo sea, puede que esté en otro sitio, en uno en el que se respira tu olor entre las mantas, en el que no existe la ausencia de tu cuerpo, en el que hay un hueco para el mío debajo de las sábanas.

Imagen: Teressia

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(Feliz cumpleaños :) )

lunes, 15 de septiembre de 2008

My love in the bin


Hoy después de muchos días de obligado alejamiento de internet y sobre todo de los blogs, los seguros de daños, la ley del contrato de seguros y la de ordenación y supervisión de los seguros privados han podido con mi paciencia y mi fuerza de voluntad.

Me podría arrepentir pero no lo hago porque:

1. El derecho del seguro puede con la paciencia de cualquiera, sobretodo con alguien que como yo, con el tiempo se ha vuelto redomadamente tonta para estudiar letras y prefiere los números por encima de todas las cosas.

2. Leer la entrada de Sara me ha hecho recordar otros tiempos…

He recordado cuando mi padre se pasaba las tardes delante de mi cama enseñándome a leer con ese libro que todavía guardo en mi mesilla. Tenía cuatro años, no podía jugar sin ponerme a toser y pensó que los libros eran lo único que podría entretenerme. El problema fue que con tanto tiempo para leer me quedé sin cuentos en seguida. Así que empecé a escribirlos yo, en esa máquina de escribir con esas teclas tan duras que aporreaba durante tardes enteras aunque luego mi dedo sufriera las consecuencias. El día que la tuve que tirar a la basura lloré un montón, por mucho que me gustara mi ordenador nuevo y por mucho que las teclas fueran más blandas, nunca sería igual que mi máquina de escribir.

Escribí cientos de cuentos, todos pasaban por las manos de mi padre y de mi madre y fue esta última quien se encargó de guardarlos hasta que empecé a hacerlo yo. Ahora tengo carpetas enteras llenas de relatos infantiles absurdos que nunca verán la luz porque no puedo volver a leerlos sin que me arda el alma de vergüenza.

El último cuento que le enseñé a mi madre lo escribí con diez años, recuerdo su cara de estupefacción mientras me preguntaba repetidas veces que si lo había escrito yo sola. Después de enfadarme y de jurarle que sí que lo había hecho, ella hizo algo que no la perdonaré en la vida y que me hizo castigarla para siempre sin volver a leer nada que haya escrito yo.

Reveló mi secreto a lo que para mí, en ese momento, era el mundo entero. Se lo enseñó a mi tío, el escritor, mi ídolo, sin decirle quien lo había escrito. Cuando mi madre me devolvió el cuento lo encontré llenó de anotaciones al margen, círculos y subrayados. Al final había escrito la que sería mi primera crítica literaria, hizo un análisis de todos los elementos que formaban lo que él calificaba como “obra maestra” (por mucho que yo lo considere uno de los cuentos más absurdos que hay en este mundo). Pero mi madre no conforme con eso, habló con mi profesora porque seguía dudando que una niña de diez años hubiera escrito algo así.

En ese momento me sentenció de por vida, o al menos eso me pareció a mí, entonces tenía diez años y mi mundo era muy pequeño. Pasé a convertirme en “la niña que sabe escribir”. Yo que nunca había destacado en nada, a parte de compartir mi titulo de empollona con una docena de niñas, de repente me conocían y eso me mató por dentro.

Escribir dejó de ser algo bonito para ser mi peor martirio, me obligaban a escribir cosas para las que no tenía ni tiempo ni ganas. Cuando tenía trece años mi profesora de lengua y literatura organizó un concurso, había que escribir una poesía y había que presentarse sí o sí. Menos yo, que no participaría en el concurso, no habría premio para mí.

En realidad era una buena oportunidad, era la oportunidad que yo había estado esperando. Tenía la convicción de que si era la única persona de todo el colegio que escribía no era porque fuera la mejor, si no porque el resto no se molestaba en competir con alguien al que creían perfecto (por muy lejos que esté y haya estado siempre de serlo).

Pero me presenté porque era la única vez en mi vida que me presentaría a algo porque quería hacerlo y la única que no me darían la importancia absurda y vergonzosa que me daban y por culpa de la cual mi madre sigue soportando su castigo.

Por aquel entonces yo estaba enamorada. Y no, no era un amor para no tomarse en serio como hace la mayoría de la gente con el amor adolescente. Precisamente por eso, porque era adolescente era, si cabe, el más importante, el primero, el puro, el que ama sin esperar nada a cambio y se entrega sin contemplaciones porque todavía nadie lo ha roto en pedazos.

Pero como la mayoría de esos amores era un amor imposible, cosa que me hacía sentirlo con más fuerza. Yo era una bomba de sentimientos a punto de explotar y no encontré mejor forma de hacerlo que en esa poesía.

El problema era que tenía que camuflarlo, bajo ningún concepto permitiría que se descubriera el protagonista de esa historia. Por eso dejé que fuera mi amor el que hablara en ese poema. Empezó presentándose, contaba su historia, asumía en cada palabra la imposibilidad de su existencia y la eminencia de su muerte. Era una confesión, un grito desesperado de impotencia. Recuerdo que terminaba despidiéndose, llorando su propia muerte pues sabía que, como todos los amores adolescentes, moriría en el olvido y le daba las gracias a él por haberle dado la vida pese a todo lo que sufría al vivir.

Era una poesía desgarradora, era mi propio corazón encogiéndose por el dolor más intenso que había conocido. Pero no rimaba, y no rimaba porque yo no quise que lo hiciera, mi amor era imperfecto, no se podía dividir en párrafos ni cantar con rimas. Era una sucesión de líneas inconexas a las que ni yo misma podría llamar versos. Pero era poesía, siempre lo fue.

Mi profesora después de leerla me llamó para decirme que como alguien como yo podía haber escrito basura como esa. “Esto no es una poesía, son divagaciones sin rima, sin sintaxis, sin nada”. Después respiró hondo y me dijo que sería nuestro secreto, que nadie más lo sabría. La pedí mi poesía doscientas veces pero no quiso dármela, la rompió en mi cara para que dejara de hacerlo. La rogué doscientas veces más porque no había más que esa copia y cuando me iba a dar por vencida, me di la vuelta llorando de rabia intentando recuperar los trozos de la basura.

Me costó un suspenso, un odio eterno por su parte y una tutoría con mi madre.

En ese momento le jure la guerra al colegio, me saltaba todas las normas sin que nadie pudiera evitarlo. Mi pluma se convirtió en mi aliado, tenía que seguir escribiendo porque nadie se atrevía a tomar mi relevo. Los editoriales de la revista del colegio, esos que tenían que respetar a Dios sobre todas las cosas, fueron dados la vuelta para acabar criticando a la iglesia y sus rituales antinaturales, como pasé a definirlos.

Me las ingenié para no volver a sufrir la censura, lo maquillé todo con toques de lo políticamente correcto, que era lo que ellos esperaban, y me sentaba a esperar, con una sonrisa amplia y satisfecha, sus miradas de odio por el pasillo. Me convertí en lo que ellas denominaban como la reencarnación del anticristo y fui castigada permanentemente con cincos en religión aunque mis exámenes fueran los mejores de la clase.

Pero lo cierto es que perdí, por muchas batallas que ganara después, el día que ella rompió mi poesía yo perdí la guerra. No se puede ganar nada luchando sin corazón y ella había tirado el mío a la basura después de romperlo en trozos. Soy incapaz de recordarla, intenté volver a reproducirla de nuevo pero supongo que la rabia de ese momento no me ayudó en absoluto. Sólo recuerdo la última frase, un fantasma de todo aquello que de vez en cuando me devuelve a otro tiempo, a aquél en el que por mucho que doliera, disfruté del amor más incondicional de mi vida.

Moriré y te perderé

Quiero pensar que lo resume todo, que me llevé un trozo conmigo, que al final no me lo dejé todo en la basura .

Imagen: Woomonster

martes, 26 de agosto de 2008

Lo que mi alma callaba



Desde que tengo memoria nunca he temido a la página en blanco, siempre me costó muy poco trabajo llenarla, no más de lo que mis dedos tardaran en coger el bolígrafo o en colocarse sobre el teclado. Mi corazón siempre me decía que era porque la mayor parte de mis historias las escribía mi alma y era mi cabeza quien decidía sacarlas.

Nunca le creí, hasta que un día el blanco de la hoja empezó a dañarme las pupilas mientras el cursor aparecía y desaparecía en un desafío macabro. Cuando alguna palabra saltaba de mis dedos para romper el paisaje inmaculado, él retrocedía sin miedo para después continuar con ese guiño cruel y continuo gritándome sin sonidos que esto no iba a tener el final por el que yo luchaba.

Ahora sé que mi corazón siempre tuvo razón y que nunca tuve miedo al blanco del papel, si no más bien, a leer lo que mi alma callaba.

Aunque no se quejaba demasiado si que es verdad que de vez en cuando la oía llorar por las noches. Lo hacía en silencio porque tenía miedo de que me despertara y la regañara. Pero la conozco muy bien y sé que en el fondo sabía tan bien como yo, que llorar tanto tiempo es de todo menos sano.

Te echa de menos, empezó a hacerlo el mismo día que se despidió de ti. En realidad tuve que obligarla porque ella seguramente se hubiera quedado a tu lado. Nunca lo dijo pero sólo porque según se nos iban acabando los días yo empecé a prohibirla hablar muy alto. Ese día se rompió intencionadamente dejando un trozo de ella entre tus brazos. Desde entonces la duele y se queja, susurra constantemente a mi oído una especie de murmullo envuelto en lamento. Al principio no era mucho, yo esperaba que se terminara cansando, pero nunca lo hizo.

No entendió demasiado bien mi rechazo, por eso durante un tiempo vivimos separadas, ella iba a un ritmo y yo la empujaba al mío, sólo que a veces, el cansancio de arrastrarla me podía y me ganaba todas las batallas. No sé en que momento decidió aprovechar su situación privilegiada. Decidió utilizar el vacío que quedó en mi cuerpo después de romperse para convertir ese leve susurro en un eco penetrante que ya no pasaba tan inadvertido.

Poco a poco todo empezó a contagiarse. Mis movimientos cada vez estaban más cansados, mi expresión dejó de ser la que tú conociste y mis palabras morían en mi boca porque el sonido del eco no me dejaba recordar ni siquiera como se pronunciaban.

Hasta que un día mi corazón se quejó, nos puso a la una frente a la otra y nos obligó a mirarnos a los ojos, a que la guerra terminara. Después de muchas horas firmamos un pacto. He vuelto a dejarla hablar, a terminar con la hoja en blanco, ahora ya no hay nada que mi alma se calle. A cambio, ha decidido escucharme. La dejo llorar por las noches siempre que ella me deje sonreír por el día.

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Imagen: autor desconocido

domingo, 24 de agosto de 2008

Mi espacio vacío

30 de Junio de 2008

El buzón está vacío, la publicidad acumulada en estos nueve meses junto con las cartas del banco de la última semana tiemblan entre mis dedos. Respiro hondo y cierro la puerta de un golpe, giro la llave y arranco la etiqueta con mi nombre, las próximas cartas que vayan a ese buzón ya no serán para mí.

Subo las escaleras y me meto en la habitación, también está vacía, tal y como la encontré el primer día que puse un pie en ella. Ya no tiene nada, mi ropa no inunda el armario, mis fotos no tapan las manchas de la pared, mis cosas no ocupan toda la estantería, la comida ha desaparecido del armario de la entrada, mi colonia no se respira por todas partes, incluso el baño parece más grande.

Me siento despacio en la silla y levanto la persiana, busco el Leman a lo lejos y soy consciente de que ya no volveré a verlo cuando mire por la ventana. Se acabó. Porque son así las cosas, porque todo termina acabándose.

-Tengo un regalo para ti- me dice Tomatis al mismo tiempo que me da la pegatina con mi nombre que había en mi puerta.

Camina por la habitación abriendo cajones y puertas, pasando la mano en busca de polvo mientras permanezco de pie observándole. Sé que no va a encontrar nada, todo está vacío, no queda nada de mí en esa habitación.

-¿El buzón?- me pregunta mientras entra en el baño.

-Vacio- le respondo mientras le observo pasar la mano por los azulejos.

-¿El armario de la cocina?, ¿te has dejado algo?.

-No, nada, está todo vacío.

-Ojalá todo el mundo limpiara tan bien como tú, está todo perfecto- me dice sonriendo.

-Gracias.

Sigue hablándome mientras rellena el formulario, me da las gracias por haber ganado a Alemania, “los alemanes ganan muchas veces, esta vez tenía que ganar España”. Trato de sonreírle pero no me sale, estoy demasiado triste.

Me da la mano, mientras me advierte que tengo que sacar las cosas del frigorífico y del congelador “los españoles lo usáis mucho” añade. Le doy la llave pero no me la coge y continúa “no, cierra por última vez, es tu casa”

Pero ya no lo es, lo fue durante nueve meses y ahora ha dejado de serlo. Me voy a la cocina, me siento en el sofá, respiro hondo de nuevo antes de ponerme en marcha. Me quedan 16 días, 16 días en Suiza y tengo que aprovecharlos.

Mientras me levanto y cojo mis últimas bolsas me doy cuenta de todas las cosas que me dejaré al salir por la puerta. Hay cosas de estos nueve meses que arrastran con ellas la palabra Cèdres. Demasiadas, quizá por eso irme de esa residencia me haga tanto daño.

-¿Quién se va?- me pregunta la señora de la limpieza mientras recojo mi taza.

-Yo.

-Pero ¿para siempre?

-Si, vuelvo a España

-Todos os vais- dice mirando al frente

La digo adiós sin demasiadas ganas, la oigo decir algo del partido y de lo limpio que está todo. “Lo he limpiado yo, y está mucho más limpio de lo que ha estado nunca porque dormir en el sofá no es una buena forma de limpiar”, pienso, pero no lo digo porque ya no es mi problema, esa ya no es mi cocina.

Me siento en la playa, hoy está vacía es demasiado temprano. Hace sol, está despejado por primera vez desde que llegué puedo ver los Alpes reflejados en el agua.

Recuerdo el primer día, venía en el autobús con mi maleta de 29 kilos, el portátil, dos abrigos, el bolso y el equipaje de mano y de repente vi el puerto y el lago y todo el cansancio acumulado dejó de tener importancia. No podría imaginar un sitio más bonito que ese para vivir.

Lloro, pero no me lo consiento, me seco las lágrimas y me levanto, tengo 16 días, 16 días para estar en Suiza.

16 de julio de 2008

Madrid está gris, el viento ha hecho que el avión se tambaleara más de lo necesario. Me he despedido de Miki recogiendo mi maleta, nos hemos dicho hasta luego aunque los dos sabíamos que no íbamos a volver a vernos.

Al principio no era así, al principio decía adiós, adiós con todas las letras, entendiendo a la perfección el significado de esa palabra. Sabiendo que probablemente nunca volvería a ver a la persona de la que me estaba despidiendo. Puede que una vez al año, dos quizá. De la mayoría sé que no volveré a saber nada.

Luego terminas agotándote, el adiós se hace demasiado duro y el hasta luego corre a sustituirle. Tu cabeza empieza a tomar decisiones para que tu corazón no sufra “con este lloro, con este no”. Sueltas las lágrimas con cuenta gotas esperando el momento de soltarlas todas de golpe.

Yo todavía no las había soltado. Ayer me despedí de los únicos que no volverán a España porque todos los demás ya lo han hecho. He sido de las últimas en marcharme. También me despedí de Suiza, me recorrí el centro de Lausanne para luego bajar al puerto, vi Cèdres desde lejos y me fui a la playa.

Lloré, lloré un poco, lo justo pero no todo lo que me hubiera gustado, todavía no era el momento, todavía estaba allí.

Esta mañana ha sido peor, cuando César ha salido por la puerta me he dado cuenta de que pasaría un mes y medio antes de volver a verle. Seguramente eso hacía que el equipaje pesará más de lo necesario, el cansancio ha podido conmigo subiendo la cuesta de su casa y bajando a la “gare” casi me atropellan mis propias maletas. Cuando pensaba que no tendría fuerzas ni para subirme al tren, alguien surgió de entre la multitud y me ayudó con el equipaje, se lo agradecí desfallecida con los ojos llenos de lágrimas.

Cuando he visto a mi padre esperando en el aeropuerto la realidad me ha abofeteado en la cara y me he dado cuenta, estaba en España, se había acabado. He empezado a llorar nada más subirme al coche. Mi padre, a mi lado no ha dicho nada, me ha dejado llorar con la paciencia que le caracteriza. Sabe que para llorar me gusta el silencio, que me pudre cualquier tipo de ruido o que me obliguen a hablar en un momento como ese y que nada de lo que me diga me hará dejar de llorar.

25 de Agosto de 2008

Nunca pude parar, desde el día 16 mi alma sigue llorando, nueve meses son muchos meses, muchos días, muchas horas en un mismo sitio. Son muchas las cosas que he visto, las personas que he conocido, las cosas que he hecho, los recuerdos que guardo. Es demasiado, es tanto, que mis últimos 16 días allí no fue tiempo suficiente para despedirme de todo y hacerme a la idea de que la mayoría de las cosas que tuve no volverán nunca.

Por eso, quizá por eso, sigo despidiéndome un poco cada día y sé que aunque esté el resto de mi vida haciéndolo, una parte de mi se quedó en Suiza, abandonando en su huida un hueco en mi cuerpo, un espacio vacio que algún día mis lágrimas terminarán por llenar.





miércoles, 20 de agosto de 2008

Yo sólo pido respeto

Hoy, justo hoy, hace un año y tres meses que escribí este texto. Lo recuerdo perfectamente, ¿Cómo iba a olvidarlo? Volvía a casa después de ver a mi abuelo como cada domingo desde que nos dieron la noticia del cáncer de esófago.

Pero ese domingo fue diferente, mi abuelo tenía la piel de color gris, él era gris, su piel, su cuerpo, su pelo. Pero también su mirada, su voz, cada palabra que pronunciaba y cada palabra que no decía estaban teñidas por lo que yo llamé el color del cáncer.

Justo ese día supe que iba a morir, me lo dijeron sus ojos y sus gestos, me lo gritaron y todavía hoy los escucho gritar y se me vuelve a encoger el estómago. A veces se me encoge tanto que me obliga a doblarme por la mitad y a respirar hondo antes de incorporarme de nuevo.

Recuerdo que tardé cinco minutos en escribir el texto, que ni lo pensaba, pasaron muchos meses hasta que pude leerlo de nuevo. Pasó mucho tiempo hasta que descubrí que fue lo que había escrito ese día.

Dos meses después mi abuelo murió, cumpliendo el más pesimista de todos los pronósticos que nos habían dado “cinco meses de vida si hay complicaciones”. Verle luchar en el hospital es de las peores cosas que he tenido que hacer en mi vida y verle morir fue el único alivio que tuve en cinco meses.

Hace poco más de un mes ha hecho un año de su muerte, pero para mi es como si hubiera pasado muchísimo más tiempo. Le echo de menos todos los días, me había acostumbrado tanto a vivir con él, a que estuviera en el mundo.

El día 14 de abril volví a escribir otro texto, otro texto igual de gris que el primero, sólo que esta vez mi otro abuelo era el protagonista. Fui a España para verle después de que la neumonía que le hizo ingresar en el hospital se convirtiera en un tumor del mismo tamaño que su pulmón izquierdo.

Hoy, justo hoy, un año y tres meses después de escribir la primera historia he comprobado con todo el dolor de mi corazón que a alguien le ha “gustado” tanto mi texto que se ha permitido el lujo de copiarlo y pegarlo donde ha querido como si no fuera importante.

Puedo aceptar que me copien una historia, pero no puedo aceptar que copien mis cosas, mi vida, todos lo que sentí aquel día, todas y cada una de las lágrimas que cayeron por mis ojos mientras escribía aquel texto y todas las que cayeron el día que pude leerlo. Que lo copien como si no hubiera nada más detrás, como si fuera fácil escribir algo como eso, como si se escribiera todos los días.

No quiero que nadie halague mis textos, no cuando ni yo misma lo hago, no era el reconocimiento lo que buscaba al escribirlo. Buscaba a mi abuelo, al que tenía antes del día en que se volvió gris. Le buscaba en cada párrafo, en todas y cada una de las letras que formaron aquel texto. Es su alma y la mía las que están atrapadas entre las líneas que lo forman y al robármelo, al cogerlo sin permiso, al copiarlo y pegarlo me robaron a mi y le robaron a él.

Supongo que hay cosas contra las que no se puede luchar y cosas que no podré entender nunca. No pido nada descabellado, sólo pido respeto, que se respete mi historia, que se respeten mis cosas, todas y cada una de las cosas que me dan forma. Pido que se respete mi vida y por encima de todo, que se respete a mis muertos.
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Editando:

En Abril de 2008 descubrí que un "tipo" (no sé muy bien como definirle) me había copiado “Jugando con la arena I”, “Jugando con la arena II” y “Jugando con la arena III”, las había juntado y las había cambiado (aunque yo más bien lo definiría como destrozado) para convertirlo en una especia de oda a su tierra...

Hoy, después de descubrir que me copian el texto de “el color del cáncer”, tengo que descubrir que el mismo tipo que me copió mis tres historias, me copió el texto de "el miedo a morir sólo" y de nuevo, no sólo lo ha copiado, lo ha destrozado para que fuera suyo, haciéndose el protagonista indiscutible de la historia. Dificultándome de paso que lo descubriera fácilmente

Como he dicho antes, puedo aceptar que me copies tres historias, lo puedo aceptar por mucho que me moleste, pero bajo ningún concepto aceptaré que copies mi vida.

Yo era la niña de cuatro años, esa que casi se muere, era yo la que tosía y se asfixiaba y corría y cogía de la mano a su madre para no morir sola. Era yo la niña que sintió a la muerte en su espalda todos los días durante muchos meses. Era yo la niña a la que salvó su abuelo con aquella charla.

Mi abuelo, el mío y no el tuyo. Mi abuelo era el que tenía cáncer, mi abuelo era el enfermo. Era el esófago de mi abuelo el que se reventó con la prótesis que le pusimos y era su pulmón el que se perforó.

Fue mi abuelo el que estuvo cinco largos días muriéndose en un hospital, MI abuelo, no el tuyo. Fui yo y mi familia la que estuvo a su lado, la que le calmó, la que le esperó a que muriera, la que no se separó ni un segundo de su cama.

Es mi abuelo, no el tuyo y fui yo, fui YO, fui yo la que le cogió de la mano durante esos cinco días. Fui yo, no tú. Fui yo la que pasé por una de las cosas más difíciles de mi vida.

Soy yo, porque por mucho que me copies y por mucho que destroces mis cosas, siempre, siempre sere yo, siempre serán mis cosas, nunca serán las tuyas.

De nuevo pido respeto, respeto por mis cosas, por mi vida y sobretodo, por mis muertos.

viernes, 11 de julio de 2008

Smokers

Colgué el teléfono y me quedé unos segundos mirando la pantalla, no podía creer lo que acababa de escuchar.

Sin soltarlo, cogí la cartera, el paquete de tabaco y las llaves del coche y conduje durante todo el camino esperando que mi móvil volviera a sonar, que alguien me dijera que todo había sido una broma, que no había pasado nada. Pero no ocurrió.

Él estaba esperándome fuera, me saludó sin fuerza y volvió a sentarse en los escalones, me senté a su lado y le ofrecí un cigarro.

-¿No quieres entrar?- me preguntó mientras lo cogía.

-No

-Podemos ir a la cafetería, si quieres, o podemos subir, o…

-No, no quiero entrar ahí, prefiero quedarme fuera- le corté mientras él agachaba la cabeza y asentía en silencio.

Hacía calor, pero yo no sentía nada, estaba helado por dentro

-¿Te has fijado? –Me preguntó mientras señalaba a nuestro alrededor- ¿te has fijado en la cantidad de gente que hay aquí fuera? ¿En qué todos estamos fumando?

- Porque no podemos hacer otra cosa- dije siguiendo su mano para volver segundos después a mirar al suelo, no quería ver aquello.

-Alomejor él también lo está viendo

-Es posible, si yo fuera él, habría salido fuera, no me gustan esos sitios por dentro.

-¿Y qué crees que piensa?- me preguntó mirándome a los ojos- quiero decir, si yo fuera él y saliera a la calle y viera esto, ¿Qué pensaría?, ¿Crees que lo sabe? ¿Qué se ha dado cuenta?

-Puede que si, puede que lo sepa y sólo quiera salir corriendo, lo más rápido que pueda, perderse entre aquellos árboles- dije señalando el bosque que había en frente de nosotros- O puede que no, puede que no lo sepa porque no hay más ciego que el no que no quiere ver y porque no hay nadie que pueda decírselo.

Estuvimos un rato en silencio mirando a nuestro alrededor, viendo aquellas caras, las mismas que las nuestras. Las de la gente que lo tiene todo y de repente le quitan una de las cosas que más le importan, así, sin avisar. Con el corazón destrozado, esparcido por el suelo, fumando, sujetando la colilla entre los dedos como si eso les fuera a devolver lo que habían perdido dentro y me pareció la imagen más triste que había visto en mi vida.

-Aunque conociéndole-dije mientras daba la última calada- diría que ha salido, nos ha visto y se ha dado cuenta. De repente se ha dado cuenta, que nada va a ser como antes, que todo ha cambiado, que quizá sea la última vez que nos vea, que nunca se llegó a despedir de toda la gente que ha conocido alguna vez en su vida. Y sé que se ha dado la vuelta y ha intentado volver a entrar, volver a su cuerpo, empezar de cero. Es más, diría que toda la gente que está igual que él, ahí dentro, están haciendo lo mismo, están intentando volver a entrar mientras nosotros estamos aquí fuera, fumando

-Porque no podemos hacer otra cosa.

-Porque no hay nada más que hacer- añadí mientras apagaba la colilla en el suelo y miraba hacía la puerta.

Y en ese momento me pareció verle, intentando entrar, suplicando por otra oportunidad, con el corazón destrozado, negándose a girar la cabeza hacia nosotros, hacía la imagen más triste que vería en su vida.


Imagen: ineedmoney900

martes, 8 de julio de 2008

La última pregunta

La interrogación sin punto sólo sería una curva peligrosa, a la que intentar aferrarse con todas tus fuerzas antes de cerrar la pregunta que la origina.


Yo tenía millones de preguntas sin punto, tantas que mis manos no eran capaces de abarcar a todas ellas y resbalaban una y otra vez por líneas sinuosas y deformes.


El motivo por el que carecían de punto era, sin ninguna duda, que no quería saber la respuesta, sobrevivía en un mundo en el que las preguntas quedaban tendidas en el aire y las respuestas atrapadas en tu boca.


-Es mejor así- te decía y tú asentías con la cabeza al mismo tiempo que tragabas las palabras que no había querido escuchar.


Pero no me pasaba sólo a mí, tú también guardabas mil preguntas que no querías terminar. Lo sabía porque las respuestas me arañaban la garganta y a veces no me dejaban respirar, pero no me quejaba, las empujaba al fondo de mi alma y una nueva interrogación incompleta resbalaba entre mis dedos.


Al final me perdí yo entre las líneas, tanto, que llegó un momento en el que dejé de saber donde empezaba y donde acababa la pregunta que se gestaba en mi cabeza, y mientras resbalaba por los múltiples trazos incompletos, tu mano me alcanzó y me trajo a tu lado. Tus brazos me sujetaron tan fuerte que una última curva quedó atrapada entre los dos.


Fue en ese momento cuando decidimos ponerle el punto y descubrimos que al final los dos teníamos la misma pregunta y guardábamos la misma respuesta.


Desde entonces vivimos sin plantearnos nada, utilizamos la mirada para preguntar lo necesario y las caricias para dar respuesta a lo que sólo los dos sabemos.

lunes, 16 de junio de 2008

Le Temps qui Court

Tengo un muro a la altura de mis ojos, de mi cuerpo, de mi alma, de mí. Tengo un muro que no me deja pasar al otro lado, lo miro, busco con los ojos una grieta por la que poder resbalarme mientras el tiempo corre hacia mí. Pero a él no se le escapa nada

Lo araño con los dedos intentando que una parte de él quede atrapada entre mi uña y mi carne, me hago un hueco en el muro para que el tiempo no me alcance. Le robo segundos, minutos y al hacerlo me desangro pero no me importa, merece la pena.

La sangre resbala por mi piel, cae al suelo y se mezcla con la arena, sonrío, una parte de mi se quedará aquí, en esta tierra. Me voy, me voy de mi casa, me marcho de Suiza y el tiempo se precipita hacia mí mientras un muro inmenso me impide salir corriendo.

Ya no lloro, sólo me queda un mes, estoy ocupada ganándole terreno al tiempo, siendo consciente de todo, aprovechando cada momento. Cada vez que despierto a tu lado lo hago sabiendo que no lo volveré a hacer. Cuando me suplicas para que baje de la cama, algo dentro de mí sonríe en silencio pensando que en un mes no llegarás tarde al trabajo porque no estaré yo para ganar batallas.

Busco tus ojos a diario porque soy consciente de que llegará el día en que sólo los encuentre en mi memoria. Me pierdo en el marrón que rodea tus pupilas, mientras tu cuerpo llena mis espacios vacíos. Rompo las barreras de tu piel, me abro paso hasta tu alma y la observo desde dentro. Acaricio con los dedos los pocos ratos de cordura que guarda esta locura, lo poco que me queda antes de que el tiempo me atrape y me arranque de tu lado.

Lo sé, me voy y lo sé, pero ya no lloro, no tengo tiempo para hacerlo. Me deshago, me desangro, me esfumo, mi silueta permanece pagada al muro, me duele todo el cuerpo pero no me rindo y sigo arañando, haciéndome un hueco, fundiéndome en el ladrillo, robandole segundos al tiempo.

Me observas, sé que te duele verlo, me apartas del muro, me sonríes, me abrazas, me besas, consigues detener el tiempo y te juro que sé aprovechar ese momento. Que soy consciente de que te quiero, que he nacido para ello aunque al hacerlo me muera por dentro.

Me voy pero al mismo tiempo me quedo, me quedo en la playa, en el lago, en los Alpes. Me quedo en Ouchy, en mi barrio, en el puerto donde una noche discutimos nuestro futuro temblando de frío. Me quedo en el centro, en la plaza del ayuntamiento, en la plaza de la Riponne, en todos y cada uno de los escalones que llevan a la catedral.

Me quedo en St François, en el día que te conocí, en el parque de Montbenon. Me quedo en el Captain Cook con tus ojos descansando en mis pupilas mientras te contaba todos los problemas que me había dejado en España.

Me quedo en mi casa, en mi habitación llena de fotos de la gente que me dejé en España y de la que tengo ahora. Me quedo en cada vez que he estado enferma, en cada una de las noches que viniste a cuidar de mi. Me quedo en tu risa, en la mía.

Me quedo en la UNIL y en su campus inmenso, me quedo en la biblioteca de la EPFL estudiando y echándote de menos. Me quedo en cada uno de los menús aburridos de la Coupole, del Vinci, en la pasta del Corbusier.

Me quedo en Portes du Soleil, en mis múltiples caídas en la nieve, en tu silueta comida por la niebla gritándome para que me levantara y siguiera bajando. Me quedo en cada una de las fiestas, me quedo en tu cumpleaños, en el de Xavi, en el de Javi, en el mío. Me quedo en cada viaje que he hecho contigo, Estrasburgo, Edimburgo, Budapest, Genova, Milán dentro de poco. Me quedo gritando en todos los conciertos.

Me quedo en el centro deportivo, en las clases de rock&roll, de hip-hop, de salsa. En los partidos de tenis, me quedo corriendo por el lago y esperándote en la orilla mientras remas en tu kayak.

Me quedo justo aquí, en Lausanne, en mi hogar, en mi casa. Pero también me quedo en la tuya, en tu habitación sin decorar, en la cortina por la que siempre se cuela el sol, en tu litera que cuesta tanto trabajo bajar por las mañanas. Me quedo en tu cama, en tu cuerpo, en tu sonrisa, en tus ojos, en tus caricias, en tu piel, en tus labios.

Me voy y lo sé, pero por mucho que corra el tiempo, me quedo siempre aquí, justo aquí, entre tus brazos, me quedo en tu recuerdo, me quedo contigo.

Imagen: Kristineslife101

viernes, 9 de mayo de 2008

La Princesa Descalza


-Perdona, ¿tienes hora? el autobús está a punto de llegar y no se de que color ponerme los zapatos- dijo una voz desde el suelo.

La descubrió sentada en medio de la calle, con las piernas extendidas y la cabeza ladeada como si le faltaran las fuerzas para levantarla. Pese a lo artificial de su postura parecía estar colocada así desde hacía mucho tiempo.

No la cubría demasiada ropa y sin embargo, estaba seguro de que escondía bajo su piel mucho más de lo que nadie habría imaginado. Probablemente ni ella misma lo sabía.

Le miraba, y su mirada era pálida como su cuerpo y todo lo que la rodeaba, convirtiéndola casi en un cadáver caído en cualquier acera. De esos que no te das cuenta de que están hasta que tropiezas con su cuerpo.

Pero a pesar de todo conservaba un halo de belleza, tan perfecta que la maldición que la perseguía no había logrado borrarla. Tal vez con otra persona habría apartado la vista, habría continuado con su vida y malgastado un segundo de su tiempo en olvidarla.

Con ella no pudo.

-¿Qué estás haciendo aquí?- la preguntó al mismo tiempo que se agachaba a su lado.

-Ya te lo he dicho, estoy esperando el autobús pero no puedo irme hasta no tener los zapatos adecuados ¿me puedes ayudar?- Le preguntó de nuevo mientras cubría la desnudez de sus pies con la piel de sus manos.

-Puedo ayudarte a encontrar unos zapatos, si quieres.

-Pero tienen que ser del color perfecto- insistió ella mirando hacia al horizonte, a algún punto muy lejano pero que parecía conocer perfectamente donde se encontraba.

-Esta bien, te traeré tus zapatos, del color que tu elijas, pero dime como te llamas y desde cuando estás aquí.

-Yo no tengo nombre, lo perdí con mis zapatos y ahora tengo que ir a buscarlos, pero no puedo si tengo los pies descalzos.

Mientras hablaba levantó la cabeza por primera vez en mucho tiempo. Le miró de frente, a los ojos. Poseía la mirada de los condenados, de los que saben que todo está perdido y asumen su destino sin luchar para cambiarlo. No pudo retenerla, giró la cabeza cuando terminó su discurso, la dejó caer suavemente y siguió mirando hacia el vacío, probablemente a aquel lugar al que debía acudir para encontrar respuestas.

La observó en silencio, la tortura parecía acompañarla a cada momento. Pudo ver el martirio reflejado en el color blanco de su cuerpo, el tormento resonaba en cada sonido que salía de su garganta, arrastrándose en cada palabra que pronunciaba, mientras que la sumisión se había hecho el ama de todos y cada uno de sus pesados movimientos.

-¿Me ayudarás?- le preguntó con la voz agotada como si no esperara obtener una respuesta.

-Te ayudaré- dijo él ofreciéndole su mano- vamos a buscar tus zapatos. Vamos a buscar tu nombre.

Ella extendió la suya, no paraba de temblar.

-Pero no me dejes sola, no puedo hacerlo sola- le suplicó mientras paraba en seco a medio camino entre su mano y la de él y encogía sus dedos con fuerza en un intento desesperado de no parecer tan vulnerable.

-No lo haré

Ella sonrió al mismo tiempo que se apoyaba en él para levantarse del suelo. Seguía temblando y aunque el color mortecino aún la envolvía, su mirada había dejado de tener aquel tinte amargo de tortura.

Imagen: Cha-feily

lunes, 28 de abril de 2008

Jugando con la arena IV

Es difícil ver un gato negro en una habitación oscura, especialmente cuando el gato no está pero eso no la impide buscarlo. Lo hace cada día, como un ritual, de esos que haces sin darte cuenta, hasta que eres consciente y no puedes parar de sentirte estúpido.

-¿Qué haces Julia?

-Buscar a Golfo, pero no le encuentro.

Alex la alzó por la cintura y la refugió entre sus brazos mientras la niña se deshacía en lágrimas. Todavía no había entendido porque se había marchado de esa forma.

-Alex tenemos que encontrarle, ya no estoy enfadada, no importa que me haya roto mi vestido. Tiene que volver porque está solito y está lloviendo y a él no le gusta el agua.

Hace un mes que Golfo no está con ella, se fue un el mismo día que destrozó el vestido nuevo de Julia, ese día que ella se enfadó tanto y le echó esa bronca tan larga. Desde entonces no le ha vuelto a ver.

Alex trata de calmarla pero no lo consigue, él sabe perfectamente donde está Golfo, sabe que no va a volver.

-Golfo no va a volver Julia, ya te lo he explicado- le dice Lucía al mismo tiempo que la seca las lágrimas.

-¿Por qué? ¿Se ha enfadado conmigo verdad? ¿Es porqué le regañé? ¿Es por eso?.

-No cariño no es por eso, Golfo ha tenido que irse igual que se fue su mamá, Luna, ¿te acuerdas?.

-Entonces ¿está con su mamá y yo ya no voy a volver a verle? Balbuceó la pequeña mientras las lágrimas caían sin remedio por su frágil rostro.

-Eso es cariño, pero sabes que está bien, que no le va a pasar nada.

-Pero no he podido despedirme - dijo la niña escondiéndose en los brazos de su madre y dando rienda suelta a su llanto.

En cuanto paró de llover, se fue a la playa, sabía que a Golfo le gustaba jugar allí, le encantaba jugar con la arena. Alex y Lucía no se hicieron de rogar cuando les pidió que la acompañaran, no era un secreto lo que les gustaba ese lugar.

A lo lejos observaban a Julia corriendo entre las dunas con la blanca arena levantándose a su paso, exactamente igual que cuando jugaba con Golfo. Sólo que ahora el gato no estaba con ella

Alex la miraba con una sonrisa en el rostro, de esas que no se pueden borrar tan fácil. Recordaba los momentos que había pasado en aquella playa, nada más volver, cuando la culpa no le dejaba respirar. Sintió la arena bajo sus manos, pegándose a su piel. La volvió a ver de nuevo, filtrándose en su alma, curando sus heridas, atrapando en los pequeños granos todo el dolor para alejarlo para siempre de su cuerpo.

Desde entonces siempre había pensado que la playa era mágica y que la arena que la cubría curaba a las personas que jugaban con ella.

-A mí me curó la arena, a Julia le pasa lo mismo.

Lucía asintió con la cabeza recordando como le había sucedido igual cuando llegó al pueblo hacía ya una eternidad. Cuando estaba embarazada de Julia y vivía cada día con la certeza de que la felicidad para ella se había perdido, muy lejos, en otro lugar y en otra época.
Hasta que la playa se la trajo de nuevo

A lo lejos Julia seguía jugando y riendo como cuando Golfo la seguía a todas partes.

-Mamá yo sé que Golfo está bien y que no está enfadado conmigo- dijo Julia mientras Lucía la arropaba.

-¿Y como sabes eso? Le preguntó mientras apagaba la luz y le daba un beso en la frente.

-Me lo ha dicho la playa- pronunció la niña antes de quedarse dormida.

Lucia sonrió y abandonó la habitación para encontrarse con Alex. Mientras, a lo lejos, el agua de las olas arrastraba el dolor que Julia había enterrado en la arena aquella tarde.

martes, 22 de abril de 2008

La última vez

La última vez que se vieron eran todavía adolescentes. Él soñaba con marcharse lejos, a otra ciudad o tal vez a otro país, a otro mundo con otra gente, con otros colores y puede que un olor diferente. Ella soñaba con huir a su lado.

La última vez que se vieron la vida era sencilla y el amor no dolía demasiado. No conocían la decepción y nunca habían oído hablar del desengaño.

Se amaban por encima de todo, como si cada instante fuera a ser el último a su lado. Amaban con toda su alma pues la conservaban intacta, el dolor no había dejado aún cicatrices grabadas.

La última vez que se vieron no conocían el sabor amargo de los besos, ni el veneno de los labios después de pronunciar un "te quiero" sin sentirlo demasiado.

Tampoco conocían la derrota porque entre sus cuerpos no quedaba espacio para las batallas, ni para las mentiras, ni siquiera para las lágrimas.

Conservaban la ilusión de los niños, el brillo en los ojos y la sonrisa tallada en el rostro. Amar era fácil, era casi un juego, de esos divertidos en los que las reglas sirven para protegerlo dentro de unos límites sin que lo lleguen a limitar del todo.

La última vez que se vieron se entregaban el corazón el uno al otro, entero, intacto, sin que le faltara ningún trozo y sin miedo a que se rompiera entre sus manos.

Pero se rompió, estalló en mil pedazos, todo dejó de ser fácil, el juego dejó de tener gracia, derramaron todas sus lágrimas, se les borró la sonrisa del rostro y se les partió en dos el alma.

La última vez que se vieron él tuvo que viajar a otro mundo y ella, ella aún sigue esperando.

lunes, 14 de abril de 2008

Cuando el gris aparece de nuevo

La oscuridad lo envolvió todo, y supo que cuando volviese la luz todo habría cambiado. Pero no volvió, la oscuridad se quedó ahí siempre con él. Permanece atrapada dentro de sus ojos impidiéndole cualquier posibilidad de volver a verla. Aunque los abra ya nada tiene el mismo color que antes.

Fue en ese momento cuando se dio cuenta, ya nada tiene sentido si ni siquiera la luz forma parte de sus días, permanece encerrado en su pequeño mundo de color gris con la oscuridad abriéndose camino a su paso.

Pero él lo sigue intentando, por su familia, por su mujer, por sus hijos, pero no por él. Lucha cada día por cambiar su vida, por abandonar la oscuridad, porque la luz vuelva a inundar sus pupilas. Sólo que lucha sin fuerzas y el cansancio empieza a ganar la batalla.

Cuando le vi después de dos meses, sólo me basto un segundo para darme cuenta, el aura gris que le rodea es fatalmente inconfundible.

Abrió los ojos y me distinguió entre las sombras, me abrazó mientras repetía mi nombre con su garganta rota. Me abrazó y yo le recibí con todo el dolor de mi corazón y casi sin aliento en mis pulmones. Nunca me había abrazado de esa forma, nadie me había abrazado así.

Me agarraba con sus agotadas fuerzas como si de esa forma fuera a impedir que volviera a marcharme de nuevo. La oscuridad que le rodeaba empezó a filtrarse en mi alma y algo demasiado conocido recorrió mansamente mi espalda para terminar revolviéndose en mis tripas.

Me faltó el aliento, mis músculos se quedaron quietos mientras oía como repetía mi nombre y lo lejos que había estado todo este tiempo “Sara, Sara ya estas aquí”. Cerré los ojos, el gris me obligó a hacerlo, no quería verle de nuevo. Durante un segundo rogué al cielo olvidando que la piedad no es una de sus virtudes y cuando empezó a robarme las fuerzas el recuerdo no le consintió hacerlo.

Recordé la primera vez que cáncer y tumor se hicieron un hueco en mi estómago, la primera vez que me dejaron sin voz, sin músculos, sin oídos, sin lágrimas. Reviví el dolor, la pena, la incertidumbre y al mismo tiempo, la esperanza que como siempre, es lo último que se pierde.

Recordé como el escalofrío se adueño en numerosas ocasiones de mi cuerpo, como me paralizó las piernas y la garganta el primer día que fui a ver al abuelo al hospital cuando un fin de semana era todo el futuro que le esperaba.

Le volví a ver tumbado en la cama, con la máscara de oxígeno, suplicándome con los ojos que le dijera algo, lo que fuera, que se lo hiciera más fácil. Recordé como me tendió la mano y el tiempo que tardé en cogérsela. Recordé como el escalofrío me hizo perder el tiempo, su tiempo.

Recordé como el día del entierro me maldije mil veces por ello, y al día siguiente y al otro y al otro…Recordé como lo sigo haciendo.

No podré perdonarme todo lo que el escalofrío me robó de mi abuelo, no puedo perdonarme haberle consentido hacerlo.

De repente me di cuenta de que no había derramado ni una lágrima, ni siquiera cuando después de hablar con mi madre por teléfono las palabras “cáncer de pulmón” se hacían las dueñas de mi cerebro. El escalofrío me había dejado seca por dentro.

Así que tragué saliva, cerré los ojos, apreté los dientes y lo empujé hacia abajo con todas mis fuerzas, no podía tenerle ahí de nuevo, no en ese momento. Me separé de papá (a ti nunca pude llamarte abuelo) y recuperé mi voz, mis músculos, mis oídos y por supuesto, mis lágrimas.

Me preparé para pasar a su lado cinco días consintiendo que el escalofrió se retorciera lo justo para no hacerme perder el tiempo, su tiempo. Aprendí a convivir con él, a respetar sus movimientos dentro de mi estómago sin que me invadieran tanto por dentro que no me dejaran moverme por fuera. Consentí de nuevo que el gris tiñera su vida, sólo que esta vez no rompí a llorar al darme cuenta. Miré al cáncer de frente haciendo como si no lo viera tal y como hacía cada día hace ya ocho meses.

Pero como he dicho antes, el gris se ha metido en su alma y el cansancio empieza a ganar la batalla...

-Sara bonita, la muerte no es mala, no cuando se ha vivido tanto, tú tienes que saberlo- pronunciaron sus labios mientras sus ojos sin luz se encontraban con los míos.

-Lo sé papá, lo sé -dije sonriéndole al mismo tiempo que una mano gris se refugiaba entre las mías y un suspiro de alivio rompía un poco el gris del ambiente.

No pude decirle otra cosa, no quise decírsela. Sé que el gris de su piel se le está empezando a comer por dentro, que la oscuridad es lo único que le rodea y que por mucho que lo intente, el desaliento y la falta de ganas son demasiado fuertes. Por mucho que me duela no puedo, no voy a pedirle que luche si no quiere hacerlo, esta vez no.