lunes, 23 de febrero de 2009

Jueves


EL PRINCIPIO

- Los conserjes de noche cuidan de los hostales y todas las camareras…

- ¿Qué dices?

- Canto- Respondió al mismo tiempo que se giraba de un salto y le dejaba ver su sonrisa-¿por qué no salimos de aquí? -Le preguntó mientras trepaba por la cama hasta llegar a su altura- ¿Por qué no damos un paseo? ¿por qué no vamos a algún sitio? –Continuó preguntando casi suplicando con esa mueca tan divertida.

Él sonrió y dio un sorbo a su copa ahogando en ella todas sus excusas, ella las sabía y no necesitaba escucharlas. Catalina ahogó un suspiro cambió su rostro y dejándose caer sobre su pecho volvió a mirar por la ventana como caía la lluvia.

- A mí me gusta la lluvia Miguel, a mi no me da miedo mojarme.

Por supuesto que no le daba miedo mojarse tenía un miedo mucho mayor que ese, que él la dejara, que la apartara de su vida como apartó a todas las demás, que volviera con su mujer como siempre hacía. Que desde sus veintitrés años hasta los cuarenta y cinco de él hubiera una distancia demasiado grande, de esas que no se pueden salvar y acaban separándote antes de que te des cuenta. Ese era el miedo de Catalina, el que no la dejaba dormir por las noches ni respirar por el día.

Miguel dio un sorbo largo a su copa y la dejó sobre la mesilla sin dejar de acariciarla el pelo

- Cata, ya sabes que…

- Que tengo que irme, lo sé- dijo levantando la barbilla para poder mirarle a los ojos.

Se levantó despacio y empezó a vestirse al mismo ritmo obligando a su cuerpo que se negaba a marcharse, evitando mirarle de frente, no quería llorar antes de tiempo. Se mordía los labios para impedir que hablaran, mantenía la barbilla alta para no mostrar lo derrotada que se sentía por dentro. Él la observaba desde la cama

- Catalina…

- ¿Sí?- le preguntó ella adoptando una postura dominante con los brazos en jarras como si no le importara lo que él fuera a decirle

(Me gustaría que te quedaras), pensó pero no lo dijo, agachó la cabeza y se levantó de la cama se acercó a ella y la besó para poder callar de esa manera cualquier reproche que fuera a salir de sus labios. En el fondo de su alma sabía que era diferente, que ella era distinta que se había enamorado el primer día que la vio aunque no pudiera aceptarlo.

(Pídeme que me quede), suplicó ella en silencio mientras sentía el sabor del whisky inundando su boca. No podía respirar otra cosa, él tenía ese efecto sobre ella. Dejaron de besarse lentamente como si fueran dos marionetas que alguien se ha aburrido de manejar en un escenario olvidado y se abrazaron sin poder mirarse.

- Voy a escribir un cuento- (el nuestro)- añadió sólo para ella- y tú harás los dibujos.

- ¿Y cómo lo llamarás?

- Lo llamaré Jueves.

Él asintió comprendiendo y la besó el cuello cerrando el trato sin palabras. Se separaron despacio hasta el próximo jueves, como cada semana. Se despidieron en la puerta mirándose sin prisa, los ojos de Catalina brillaban, los de él se rendían.

Imagen:MissTake1989

lunes, 16 de febrero de 2009

El veneno del alma

Los países enfermaron de guerra y comenzaron a vomitar sangre que salpicaban sin compasión a todo aquél que como yo, fuimos a encontrarnos con la muerte.

La mirábamos día tras día a la cara hasta que nos quemaban las pupilas bajo las lágrimas, hasta que por nuestro propio bien aprendimos a no mirarla. Dejamos también de oír los gritos, de oler el miedo y de sentir las muertes. La culpa se hizo a un lado y sobrevivimos vacíos por dentro con nuestros sentidos perdidos en algún lugar de aquél infierno. Hasta el día que acabó todo, el día que ya no quedó nada y volví al abrigo de esta casa donde tú me esperabas.

Pero la verdad es que la sangre que me salpicó me envenenó de guerra y desde entonces cada noche cierro los ojos y regreso. Mis ojos ven la súplica en la mirada de los niños que ignoré en su día. Me miran con los ojos vacíos y su madurez me asusta. La culpa ha vuelto y me reclama.

Me traslado al infierno, siento en mi piel el calor y en mi conciencia el peso de mi arma. Respiro el olor ácido de la sangre y la metralla. Me abro paso entre los edificios que más que alzarse sobre el suelo parecen ser basura escupida por el cielo que cayó de cualquier manera sobre el negro asfalto.

El asfalto, la tumba de muchos que no tuvieron mejor sitio donde caerse muertos. El suelo donde vivieron el fin de sus días. El mismo que los otros, los supervivientes miran ahora al pasar rezando y recordando a todos aquellos que se hundieron allí mismo, en un día maldito.

Mis rodillas se doblan, mi sudor se resbala, mis dedos vuelven a tocar aquella tierra escarlata y de nuevo siento el dolor que me causa el veneno al traspasar mi piel. Ahora corre por mis venas, está en todas partes no hay nada de mí en este cuerpo, no queda nada sano. La guerra me enfermó el alma y por mucho que lo intentes nunca conseguirás curarla.

Por eso me lo llevo. Me llevo mí veneno a un lugar donde no te pueda hacer daño, lo entierro en el suelo donde no pueda alcanzarte. Seguramente no lo entiendas pero cada noche la guerra me visita, me susurra al oído con su aliento helado y se alimenta de mis entrañas. Ella, la guerra, me reclama. No puedo seguir acostándome a tu lado y que llegue el día en que tú también la oigas.

Sé que rezaste para que volviera, que viviste tu propio infierno, que sólo fuiste feliz el día en que volví al calor de esta casa. Pero aunque no lo creas, nunca lo hice, mis pies nunca atravesaron la puerta, nunca volví a casa. Lo cierto es que desde entonces en aquel asfalto también yace mi alma.



Imagen: Fikmonskov

jueves, 5 de febrero de 2009

Tu silla vacía

Hace tiempo que no puedo hablar contigo sin que me cortes porque tus oídos no alcanzan a escuchar mis palabras, por eso estoy aquí ahora escribiéndote esto.

Tenías cáncer y te morías, veía a la muerte cada tarde sentada a tu lado dejándote sin fuerzas. Esperaba su momento y se frotaba las manos mientras yo evitaba mirarla de frente. Acababa de enterrar a un abuelo, no podía enterrarte a ti también

Has sido el mejor enfermo que he conocido en mi vida, empezaste a ver esperanza cuando pensé que ya lo ibas a dar todo por perdido, recuerdo ahora aquella conversación en el jardín cuando me pedías que dejara a la muerte hacer su trabajo. Pero renaciste, porque una persona como tú no se sienta a ver la vida pasar de largo, yo lo celebré en silencio, una cosa es que el cáncer acabe contigo y otra que te convierta en aquello que nunca fuiste.

Te sometiste a todo el proceso sin protestar, te sentabas durante horas mientras te metíamos veneno en las venas y en vez de quejarte se te caían las lágrimas por el chico que estaba sentado a tu lado. Con tu fuerza y tus ganas de vivir te colaste en ese uno por ciento que se curaba, te reíste en la cara del cáncer como sólo tú sabías reírte de las cosas. Luchaste y ganaste, luchaste hasta que te quedaste sin fuerzas.

Pero a los tres meses volviste a perder, el tumor volvió con más fuerza que antes sin darte tiempo a recuperarte. Tampoco entonces perdiste las ganas, sentado en tu silla te tomabas todas las medicinas aun sabiendo que no eran para curarte, te agarrabas a la vida como no he visto agarrarse a nadie y al mismo tiempo, te convertiste en un ser indefenso. Parecías un niño que sólo quería que le quisieran y le dieran besos y caricias.

Nunca perdiste la sonrisa, ni el humor, nos contabas chistes y andabas por la casa con tu andador mientras te iba creciendo el pelo. Comías sin ganas y agradecías con toda tu alma un minuto de compañía. De nuevo luchaste, siendo consciente de tus posibilidades, exprimiendo los segundos entre tus manos y aunque te parezca que no, ganaste de nuevo. Yo soy humana y cobarde y nunca perdí la esperanza porque la alternativa me daba demasiado miedo. No podía aceptar que no ibas a estar más en el mundo, que llegaría el día en que tu silla de la cocina estuviera vacía.

Eres mi papá, yo nunca pude llamarte abuelo y eso es algo que nunca podré pagarte. Todos los recuerdos de mi infancia los tengo contigo, cada tarde de mi vida la pasé en tu casa. Jugando y haciendo los deberes me ayudaste a convertirme en la persona que soy ahora. Me cuidaste, nunca dejaste de estar pendiente de mí aun cuando estaba muy lejos. Tus peores miedos eran que cualquiera de nosotros sufriéramos y siempre que lloraba tú me abrazabas y me obligabas a parar porque tus lágrimas también resbalaban por tu cara sin remedio.

La última vez que te vi consciente me miraste con los ojos vacios y no fuiste capaz de reconocer mi cara, el cáncer que había conseguido dejarte sin fuerzas te estaba dejando sin memoria. No te despediste de mí, no quisiste despedirte de una extraña, el “no” rotundo que salió de tus labios me rompió el alma. Mientras me arrastraba hacia la puerta supe que te estaba enterrando en vida, que esa sería la última vez que te vería, la última vez que me hablaras. No me equivoqué, a los quince días volaba de vuelta a España.

Y a pesar de que te estabas muriendo, de que se cumplió tu mayor temor en la vida, no poder respirar, que te faltara el aliento, seguiste luchando con todas tus ganas. Esperaste a que yo llegara y nunca podré dejar de darte las gracias. Gracias papá por dejarme despedirme de ti como sólo tú te merecías, porque aunque nunca más me miraste, sé que cuando apretabas mi mano, sabías que era yo la que la estaba cogiendo.

Pensé que no podría volver a hacerlo, que no podría volver a sentarme a ver morir a alguien, que con una vez en mi vida era suficiente. No me equivoqué, no tengo perdón y lo sé y no sabes cuánto lo siento. Mientras estaba a tu lado, acariciándote la mano rogaba a quien quisiera escucharme para que murieras, para que dejaras de sufrir, nadie se merece eso. Pero cuando dejé de escucharte, cuando tu ronquido no inundaba el ambiente y se hizo el silencio, no pude evitarlo. Cerré los ojos, supliqué para volver a oírte de nuevo, te apreté la mano esperando tu respuesta y al no obtenerla te solté y salí corriendo.

Me pudo el miedo, te deje solo, te deje morir solo, a pesar de que si hubiera sido al revés tú nunca lo habrías hecho. Me habrías apretado la mano para que no pasara miedo. Habrías llorado mi muerte sobre mi frente y no en un rincón con los puños apretados, con el alma escociendo de dolor, de rabia y de vergüenza como lloré yo la tuya. Desde entonces sigue escociendo y me temo que nunca dejará de hacerlo. Perdóname tú papá, como me lo has perdonado siempre todo, porque yo nunca tendré fuerzas para hacerlo.

Ahora cada vez que entro en tu cocina y veo tu silla vacía me pongo a temblar y se me rompe algo por dentro. Yo no puedo vivir en un mundo en el que me faltes tú, por eso, desde el lunes no te veo pero te siento. Sé que estás aquí, ahora, conmigo, que me abrazas y me pides que deje de llorar mientras tus lágrimas resbalan por tus mejillas acompañando a las mías. Sé que estarás siempre, que cada vez que lo necesite volveré a oír tu voz diciéndome “no te preocupes hija, que aquí está tu abuelo para solucionártelo todo”