lunes, 22 de octubre de 2007

El último relato

El último lastre que arrojó por la borda fueron sus palabras, después se quedó vacía. Sin ellas no era nada, no era nadie, no era ella. Hablaba pero su voz se cascaba cada vez un poco más y ella parecía desmembrarse entera al pronunciarlas. Reía, pero estaba hueca y el eco la hacía retorcerse de dolor, de un dolor que sólo crecía en ella. Respiraba pero ya no vivía, había dejado de sentir.

Cerraba los ojos y recordaba, al menos tenía algo a lo que aferrarse. Volvía a los buenos momentos, aquellos en los que escribir era tan fácil que lo difícil era dejar de hacerlo. Viajaba por otros mundos, por otra época, cuando aprendió a leer, cuando empezó todo. Hacia tanto tiempo de eso que su primer recuerdo era con un libro entre las manos o un bolígrafo entre los dedos. Desde ese momento no había parado de hacerlo, de escribir, de sentir, de vivir, de creer…

Pero lo había perdido y ella se perdía cada día un poquito más. Al principio no era nada, ni siquiera la preocupaba demasiado, una mala racha la tiene cualquiera, dadas las últimas circunstancias resultaba hasta normal. Pero el tiempo pasaba y con él las palabras se iban disolviendo arrastrando a su paso un poco de su cuerpo, dejando tras de sí un hueco que no era capaz de rellenar con nada.

La buscó, la buscó incansable, la inspiración tenía que estar en algún sitio. Primero indagó por dentro, formaba parte de ella no podía haber salido fuera, pero fue en vano. Después la buscó por fuera, a su alrededor, entre sus cosas, no podía haberse ido muy lejos. La buscó hasta que se quedó sin fuerzas, hasta que perdió las ganas, pero no pudo encontrarla.

Se enfadó, se enfadó tanto que decidió seguir sin ella. Se sentó delante del papel y trató de escribir algo pero era imposible. Se dio cuenta en ese momento y el dolor la rompió por dentro. No sólo había perdido la inspiración también había perdido las palabras, habían ido desapareciendo y sin ellas, sin ellas no era capaz de hacerlo.

Miró el papel como si fuera la primera vez que lo hacía, había hecho ese gesto mil veces en mil ocasiones distintas, pero era como si no le conociera. Se miró los dedos y comprobó con rabia que el bolígrafo entre ellos carecía de sentido. Gritó al cielo, se deshizo en lágrimas ocupando con ellas el vació que dejaron sus palabras.

Sangró, sangró como nunca había sangrado antes, lanzando sus últimas palabras por la borda, deshaciéndose en cada letra, tiñendo la habitación de rojo a cada paso. Escurrió su alma con las manos, la retorció, la rompió, la secó encima de la hoja hasta que consiguió que dejara de ser blanca.

Terminó, terminó desfallecida, seca, rota y vacía con miles de palabras alejándose de ella, llevándose su vida sin importarles demasiado. Observaba la escena caída encima del papel sonriendo complacida, sin hacer un sólo movimiento por salvarse, mientras su alma se filtraba mansamente en su último relato.

miércoles, 5 de septiembre de 2007

La muñeca rota

La belleza era su mayor bendición, pero también su maldición aquella maldición que la fue consumiendo lentamente, esa que la rompió en pedazos convirtiendo el resto de sus días en una lucha para encontrar la forma de volver a encajarlos.

Su rubia melena llena de bucles, esos ojos tan verdes que hacían daño cuando te miraban de cerca y su generosa anatomía formaban un regalo sólo con contemplarla. Era una princesa, su madre se lo repetía a diario cuando la peinaba el largo cabello cada mañana. Una muñeca, coreaba su padre cuando la exhibía orgulloso por la calle.

Al principio todo fue bien, no necesitaba esforzarse para ser la mejor. La mejor de la clase, la más lista, la más agradable, la envidia de todas las niñas incluso de todas las madres. Era una princesa, una muñeca. Era perfecta, lo era hasta tal punto que sobre ella la perfección se transformaba en algo sencillo.

Pero el tiempo pasó y la maldición rodeó su belleza con una jaula de espinas

-Deberías saltar más alto -le estrelló su profesora de gimnasia rítmica en la cara-. El aviso la abofeteó por dentro, agachó la cabeza derrotada, la vista hacia el suelo, observando como el primer pedazo se resbalaba de su cuerpo. Interpretó la frase al vuelo:

Adelgaza

Y adelgazó, hasta que se volvió a romper

-¿Porqué sacas un nueve y medio cuando puedes sacar un 10? -le preguntó su padre sin piedad, sin apartar su mirada incluso cuando ella le suplicó en callados gritos con sus perfectos ojos verdes

El segundo golpe le hizo sangrar el alma, un nuevo pedazo se precipitó al suelo, resbalando entre sus manos de muñeca que habían corrido a salvarlo. Mientras volvía a interpretar esa frase:

Esfuérzate más, no es suficiente

Y se esforzó, porque la lucha se había transformado mansamente en rutina. Porque nadie dijo que ser princesa fuera fácil. Se encerró a estudiar muchas más horas aunque eso significara olvidarse de ella, dejar de dormir, o incluso de comer. Irse rompiendo poco a poco, dejando un poquito de su cuerpo a cada paso.

Al principio comenzó como un juego, escondía la comida para adelgazar y saltar más alto. Se exigía tanto que comer dejó de ser importante. Y con el tiempo se olvidó de si misma, tanto que cuando quiso volver atrás no supo encontrarse. Había demasiados trozos y le faltaban las fuerzas y las ganas para encajarlos.

La jaula de espinas cada vez se hacía más estrecha, iba al ritmo de su desnutrido cuerpo. La maldición hacía a la perfección su mortuorio trabajo. La muerte se frotaba las manos, no sería la primera muñeca que se llevaba de esa forma, ya quedaba poco, estaba demasiado rota.

Adelgazaba cada día, se rompía cada día, por dentro, por fuera, daba igual. La báscula se lo advertía, lo gritaba a pleno pulmón. Pero sus ojos, rotos, dirigiéndose al espejo le mostraban una realidad distinta. La muerte observaba la escena con toda la paciencia del mundo mientras la jaula de espinas la asfixiaba y la hacía sangrar, llevándose también sus fuerzas.

Sola, en aquella triste habitación de ese hospital, rodeada por otras muñecas, algunas más rotas, otras menos. Se preguntaba cuando empezó todo aquello y porqué. Necesitaba que alguien le explicara en qué momento había dejado de ser perfecta a pesar de haber puesto toda su alma en conseguirlo. En qué se había equivocado si lo único que hacía era esforzarse para seguir siendo la princesa que su madre le repetía hasta la saciedad que era.

Sal de aquí como sea

Se repetía incansable, no podría volver a ser perfecta encerrada en aquella habitación. Y volvió a luchar. Luchaba cada día por meterse el alimento en la boca, se esforzaba en tragarlo y se iba a dormir para no pensar en lo que hacía en su cuerpo. Repetía el ritual a diario con las lágrimas resbalándole por sus hambrientas mejillas.

Hasta que salió de allí, hasta que pudo empezar a recoger las piezas que había perdido, hasta que pudo romper su jaula de espinas. La muerte sigue frotándose las manos, con ella no ha podido, pero hay muchas muñecas esperando a romperse.

Hoy ya no es perfecta, tiene los ojos rotos y le falta la mitad del cuerpo, como un cuadro a medio pintar. Ahora lucha a diario por no volver a ser una princesa, por ser perfecta por dentro aunque esté incompleta por fuera. Y a pesar de que el espejo sigue ofreciéndole esa deforme imagen cada vez que se atreve a mirarle de frente, ha aprendido a escuchar a la báscula.

Cada día encuentra una pieza nueva, la coloca en su sitio con una sonrisa y llora con una lágrima la cicatriz que la rodea. Sigue siendo una muñeca despedazada, pero sabe que llegará el día en que logre encajar todas las piezas y cure sus ojos rotos.

[…]

Para ti guapa, que el día que me contaste tu historia todavía seguías llorando. Que lloré contigo cuando me dijiste eso de que una anoréxica nunca se cura, que sólo aprende a vivir con ello. Tienes los ojos rotos pero haces caso de la báscula y no del espejo. Cada día recoges un pedazo del suelo y llegará el día en que los encuentres todos. Llegará el día en que vuelvas a ser tan perfecta por fuera, como lo eres por dentro

sábado, 1 de septiembre de 2007

Me ahogo

Me he dado cuenta de algo, en 15 días estaré en Suiza

Y me ahogo.

Y el tiempo me abandonó, me escupió de su lado mientras él seguía adelante, avanzando a toda velocidad. Helada sin poder mover un músculo observo la escena mientras una frase se repite en mi mente:

Me ahogo

Y veo mil imágenes pasar a cual peor, representando en una escena macabra todo lo que tengo que hacer antes de irme…

Estudiar, tengo que estudiar porque dos días antes (sólo dos días antes) de subirme al avión termino los exámenes y mientras lo pienso el agua trepa por mis rodillas

Me ahogo

Pero también tengo que ir al banco y a mil sitios más y la tarjeta sanitaria europea y el contrato de estudios y pensar que será de mi vida el año que viene para poder rellenar la maldita hoja tres y recoger el convenio financiero y pagar la residencia y solucionar lo del móvil y todo lo que hay que meter en el portátil y comprar cosas y revelar fotos y hacer una maleta enorme y decidir que llevarme y decidir que dejar y despedirme y decidir de quien puedo no despedirme porque no me da tiempo a todos.

Me ahogo

El agua me llega a la cadera me ha inutilizado las piernas y yo las necesito más que nunca. Tengo que poner en orden mi vida y encontrar todas las cosas que he perdido en mi habitación que desde hace unos días parece un mercadillo y amenaza con empeorar. Tengo que ordenar todos los papeles, esos tan importantes que están desperdigados entre los apuntes, esos que mi madre me advirtió mil veces que los guardara y tengo que oírla gritarme por lo desastre que soy y tengo que no enfadarme con ella porque voy a estar un año sin oírla gritar. Y aunque quisiera gritarla no tendría fuerzas

Me ahogo

Y el agua sigue subiendo por mi cuerpo entumecido y sólo tengo 15 días aunque en realidad sólo tengo 48 horas porque el resto de días están ocupados, tengo que estudiar. Y ya no veo la tele, ya no hablo por teléfono, sólo duermo cinco horas y ya no escribo. He dejado de sentir, el agua está tan fría que me ha congelado por dentro. Ni siquiera pienso, mi tiempo no me lo permite.

Sólo me ahogo

El agua ha vencido a mis hombros pero ya no importa, se me ha olvidado respirar y aunque lo recordara seguro que no tendría tiempo. Podría pedir ayuda pero soy así de cabezota y en esto me he metido yo solita y yo solita impediré que el agua conquiste mi cuello, como siempre. Mientras tanto…

Me ahogo

Me ahogo con una sonrisa de oreja a oreja de esas que ni el frío del agua puede congelar. En quince días estaré en Suiza y todo lo demás simplemente me ha dejado de importar.


lunes, 13 de agosto de 2007

A partir de una frase...La leyenda del árbol



Nada más despertar, se gira y lo descubre a su lado. Él está plácidamente dormido, no se atreve a despertarle por si todo fuera un sueño. Recordó en ese instante como el sonido de algo golpeando la ventana le había desvelado pero no lo suficiente para despertarla. Entonces tuvo una corazonada y se dirigió velozmente hacia la ventana y allí estaba mecida por el viento una rama, cuyo árbol no estaba esa noche ahí…Cuando el Sol comenzaba a derretir los cristales del rocío, la brisa secó las lágrimas, que por fin de alegría, se deslizaban por su mejillas.

Con una sonrisa grabada en su rostro y la firme convicción de que las leyendas existen se tiende junto a él y detiene el tiempo a su lado. Aprovecha el momento para observarle sin prisa, regodeándose en cada centímetro de su rostro. Con un suspiro se abriga en su pecho del frío de la mañana y toma la decisión de aprovechar el resto de su tiempo en el recuerdo.

Precisamente el recuerdo era lo único que le quedaba aquella mañana unas horas antes de conocerle. Revive como se despertó al alba, el sonido de una rama golpeando la ventana de su habitación terminó por arrancarla del sueño. Al girarse descubrió que su cama llevaba vacía demasiado tiempo. Él no iba a volver y ella debía dejar de esperarlo. Como un jarro de agua fría calló el peso de la verdad sobre sus hombros, su casa, su vida, su mundo estaba creado para él, aguardando su regreso. La única forma de liberarse era abandonarlo todo.

Secándose las últimas lágrimas que le quedaban asumió su destino y se dirigió sin rumbo a algún otro lugar más generoso con ella. Donde el aire no le hiciera daño al respirar. Llevaba poco tiempo en el pueblo, unos días quizá, la verdad es que hacia mucho que había perdido la conciencia de todo. Ni siquiera era capaz de recordar quien era, en que creía…

Apareció en un parque, sus pies tenían vida propia y ella les dejaba hacer pues había perdido la suya. Se detuvo frente a una silla, vieja, descolorida y desgastada, pero que guardaba el encanto y la magia a pesar de los años. Sobre ella había un libro tan viejo como ella pero con la misma magia entre sus páginas arrugadas.

Miró a su alrededor y tras comprobar que no había nadie cerca que pudiera ser su dueño, se sentó y comenzó a leer. “la leyenda del árbol” la absorbió por completo y no la soltó hasta que no fue interrumpida por la voz de él. Regresó a la realidad despacio y lo descubrió a su lado. Se perdió en sus ojos tal y como estaba sucediendo ahora, él se estaba despertando, el sonido de la rama le arrancaba de su sueño.

Los ojos de él fueron abriéndose despacio, y vio como a su lado descansaba el sentido de su vida. Una vida que cambió la mañana que la vio por primera vez. Fue en el pueblo de sus abuelos. Aquel día se dirigía como de costumbre hacia la cata que, a pocos metros del parque, en el patio, junto al foso que rodea la torre del árbol, se abría cual puerta al pasado.

Estaba enamorado de su trabajo, la arqueología, desde que vio aquella película de Indiana Jones. Y lo estaba porque a partir de ese día conocería otro significado de estar enamorado.

Gustaba de cortar camino atravesando el parque, un entrañable lugar de forma irregular donde enormes encinas entre rosales, flanqueaban sendas que convergen en una pérgola bajo la que, según le contó su abuela, solían contar cuentos. Y al pasar por allí la vio.

Sentada sobre la ya descolorida silla de los cuentos como la conocían los lugareños, leía un libro. Lo curioso es que no había nadie alrededor. Por primera vez algo se le anteponía a la emoción de su trabajo. Él se dedicaba a llenar el vacío que el paso del tiempo dejaba, pero aquel encuentro le hizo descubrir un espacio en su interior hasta ahora ignorado. Ella levantó la mirada hacia el rosal desde donde él la observaba y en ese momento, el silencio se pudo escuchar, mientras el espacio entre los dos se transformaba en versos que casi podían tocarse.

.- Como una rama – Dijo ella.
.- ¿Cómo? – Dijo él desorientado.
.- No, no, nada, discúlpeme. Pensaba en voz alta. Buenos días.
.- Buenos días. Bonita mañana ¿Eh?
.- Sí, sí así es.
.- ¿Sabe? Me llamó la atención verla en la silla de los cuentos como si contara un cuento pero… sin nadie que le escuchara.
.- Ah, no lo sabía. De hecho acabo de llegar hace poco al pueblo. Me levanté pronto y me pareció un buen lugar para leer.
.- No podía elegir mejor lugar. Yo también acabo de llegar hace poco, trabajo en los yacimientos de la vieja torre y suelo pasar por aquí para cortar camino.
.- ¿Y lo de la silla… como..?
.- Ah, lo sabía por mis abuelos, eran de este pueblo. Es una antigua tradición. ¿Lee un cuento?
.- No, es la leyenda del árbol, según cuentan originaria de este pueblo. Ni siquiera es mío, lo hallé sobre la silla.
.- ¡Anda! Y ¿de qué trata?
.- Cuenta la leyenda que un aldeano que descansaba a la sombra del árbol escuchó el sonido de una voz que se deslizaba, a la par que la brisa se acunaba entre el rumor de las hojas de la encina. Cuando trepó a ella para ver de donde provenía, pudo divisarla asomada al ventanal de la torre. Desde entonces, cada noche, acudía a escuchar aquella voz recitando versos de dolor. Y noche tras noche se fue enamorando de ella, y ella, que supo de su presencia fue cambiando el dolor por poemas de amor. Pero era un amor imposible, porque ella estaba presa a punto de desposarse con el señor de la villa. Más una noche aquella rama sobre la que se subía creció imperceptiblemente tanto que pudo llegar hasta ella y huyeron los dos. Y es que en el amor no hay distancias ¿No le parece?
.- No, a veces es tan corta que ni la llegamos a ver. ¡Vaya! llego tarde al trabajo – Dijo visiblemente sonrojado – Debo marchar. Espero volverla a ver..

“El aldeano nunca se habría escabullido de esa forma”, pensó ella al tiempo que volvía a reencontrarse con la leyenda del árbol. Al arrullo del sonido de los árboles terminó la historia, había pasado mucho tiempo y ella ni siquiera se había dado cuenta. Tanto que hasta se había hecho de noche.

Se levantó con soltura, conocer aquella leyenda le hacía parecer más ligera. Algo se había despertado en su interior, aunque quizá era demasiado pronto para descubrirlo. Una vez más dejó que sus pies marcaran solos el camino, mientras su pensamiento se perdía en el encuentro de la mañana. ¿Qué estaría haciendo él ahora?

Unos minutos más tarde sus pasos se detuvieron frente al viejo árbol. Aquel árbol desprendía vida por todas partes. Colocó la mano sobre la vieja y arrugada corteza al mismo tiempo que cerraba los ojos. El viejo árbol se mostró generoso y derrochó un poquito de su magia en ella, la suficiente para devolverle lo que había perdido. La magia se filtraba por cada poro de su mano y ella cada vez se sentía más ligera. Cuando abrió los ojos una ramita verde yacía a sus pies.

La recogió del suelo y se dirigió a su casa. Ahora por fin era capaz de saber lo que quería, ya no necesitaba que su cuerpo la guiara más veces. Cuando llegó, plantó aquella rama en el jardín mientras volvía a perderse en aquel encuentro ¿qué estaría haciendo él ahora? volvió a preguntarse

No podía dejar de pensar en ella ni lamentarse de cómo se evadió en aquella primera vez. Apoyado sobre la ventana de su ático contemplaba la silueta del viejo árbol que al día siguiente sería derribado a causa de la excavación.

La echaba de menos, nunca antes vivió tal experiencia. Tan solo su trabajo, el hecho de soñar con que nuevo hallazgo le sorprendería el día siguiente, llenaba sus días. Pero desde aquel encuentro existía un vacío que se hacía más grande con el paso de las horas, sobre todo cuando cada estaba junto al árbol que…

.- Y si… - Pensó en voz alta - Y si… pero no, no podía ser – Se repetía resignado, cuando entonces recordó las palabras de ella “En el amor no hay distancias” – Y siii… - Dijo esta vez con un semblante de esperanza.

Y sin más salió al amparo de la noche en dirección hacia el yacimiento. Cuando llegó junto al árbol y asegurándose de que se hallaba solo, sin que nadie le observara, trepó hasta la rama más cercana a la torre. De repente esta crujió y cayó al vacío.

Al abrir los ojos la encontró a su lado, mirándole sin pestañear siquiera.

-Pero ¿cómo..?
-No lo sé…estabas aquí cuando he despertado
-En el amor no hay distancias- repitió él en un susurro

Y así, con la certeza de que la leyenda era cierta se besaron mientras el límite que separa la fantasía de la realidad se evaporaba entre ambos.


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Historia escrita a medias con Ninive. ¡Todo un placer Carlos!

martes, 7 de agosto de 2007

La casa de las siete puertas

Le escuché en silencio porque escupir aquella historia parecía costarle demasiado. Su voz se rompía un poco más en cada palabra, en cada sílaba y él parecía descomponerse lentamente al pronunciarlas. Me hablaba muy despacio como si su vida se mantuviera suspendida de un delgado hilo nacido en sus labios. Ni siquiera me miraba a los ojos, los mantenía cerrados, parecían sangrarle de dolor.

- Nunca te he contado la historia de nuestra familia ¿verdad?

Me preguntó agachando la cabeza lentamente respetando el ritmo que le imponían la desazón y la vergüenza. No hizo falta que le respondiera, continuó hablando al mismo tiempo que yo le cogía una mano para hacerle el camino más fácil.

- Es complicada supongo que ya te habrás dado cuenta, no nos salvamos ninguno. Ni siquiera tú que eres tan joven consigues salvarte de la maldición que nos impone este linaje. Aquí cada uno tenemos lo nuestro, lo que nos ha tocado.

Abrió los ojos por primera vez y sin miedo se encontró en los míos. Le miré, él era el raro. Desde antes de que yo naciera le condenaron y nada ni nadie podrían quitarle esa fama. No hablaba nunca si no era para decir algo importante. Hacía cosas que nadie entendía, pero el ácido sabor de la maldición mansamente le proporcionaba el dulce sabor de la licencia. Era el raro, podía hacer lo que él quisiera.

Conmigo era diferente, a mí me hablaba, me hablaba como cualquier otra persona, nos tirábamos horas hablando. A mí me escuchaba, se preocupaba por mí, me entendía y me ayudaba siempre que podía.

-Tu abuelo, mi padre, tenía una amante. En realidad tuvo unas cuantas pero esta fue más importante. No me mires con esa cara, era algo normal. Nunca supo ocultarlo y mi madre lo sabía pero no la importaba. ¿No te has fijado en que siempre se está quejando? Era la excusa perfecta no podría tener otra mejor para dar lástima que es lo que más la gusta.

Como te iba diciendo, se metió en la cama de esta mujer y allí se enamoró de ella. Ni siquiera él podía sospechar que algo así ocurriría. Nos abandonó y tu abuela se pasaba el día llorando, lamentándose de lo que nos había hecho a todos, con todas las vecinas a su alrededor consolándola. ¿No te has fijado que siempre hay gente que le da lástima a todo el mundo? Siempre tendrán a alguien detrás que les saque del pozo sin que ellos tengan que mover un músculo. Mi madre es de esas.

Sin embargo esto fue demasiado para ella, al ver que no volvía le amenazó, él no tenía un duro todo el dinero era de mi madre y a tu abuelo no le quedó más remedio que regresar a su lado. Supongo que ella nunca se recuperó del todo de aquella historia y se volvió loca. No quiere que nadie más la abandone, sería la mujer más feliz del mundo si pudiera mantener a todos sus hijos en casa con ella. Se encargó personalmente de cada uno, nos estudió por separado y con una paciencia infinita puso en marcha su plan.

A cada uno nos hizo creer una cosa, a cada uno le impuso un castigo que le impidiera salir a la luz. A tu tía le tocó la inseguridad, no salía nunca a la calle a menos que no fuera necesario y si lo hacía no levantaba la vista del suelo. Tu padre es el depresivo, ¿no te has fijado? Siempre está triste, ha superado tres depresiones y es porque mi madre se encargó de amargarle la vida. Y yo soy el raro, yo ya la pillé mayor porque no sé si es un castigo o una bendición del cielo.

Me falta mi hermana pequeña, ¿verdad? Pero ella no tiene defectos. Ella es igual que mi madre, una mártir, una santa que le da pena a todo el mundo. No necesitaba más, es su viva imagen.

Cuando construyó esta casa tu padre y yo ya no vivíamos con ellos, nunca llegamos a vivir en esta casa pero tenemos nuestra habitación esperando nuestro fracaso en la vida para regresar a su lado. Es perverso, nos está esperando y es así tal y como te lo cuento.

Y si lo hago es porque está empezando contigo, ahora que se ha ocupado de sus hijos puede empezar a ocuparse de sus nietos. Además ahora cuenta con la ayuda de su hija. Vete, sal de aquí, márchate lo más lejos que puedas porque no vas a poder con ellas. Y sé que tú crees que puedes con todo, que no eres santa como tu abuela y que odias quedarte quieta sin luchar. Pero esta guerra la tienes perdida, si te quedas aquí mucho tiempo la casa te reclamará como suya.


La casa, siempre me había dado escalofríos. Era tan grande, tan fría. Recordé la historia de miedo que me había contado mi padre cuando era pequeña. Una de un hombre que vivía muy cerca de nosotros. Un hombre normal que se volvió loco y empezó a hacer puertas, construyó puertas en la casa mientras los vecinos encontraban un nuevo tema del que hablar. Hasta que construyó siete, se tiró todo la noche trabajando y cuando la terminó mató a toda su familia.

Nunca más lo volvieron a ver en el barrio, tampoco

se encontró su cadáver. La casa de las siete puertas, como pasó a llamarse, se derrumbó y los vecinos dejaron de hablar de esa historia. Por miedo o por lo que prefieras.


La casa de mis abuelos tiene siete puertas, siete, ni una más ni una menos y siempre he sentido que estaba maldita.


miércoles, 1 de agosto de 2007

Jugando con la arena III

- “No hay mayor desprecio que no hacer aprecio”, eso era todo lo que le decía. ¿lo entiendes Lu? eso era todo, no había más.

- Pero la escuchabas

- Pero no fue suficiente. No le hacía ningún caso, ninguno. Ella hablaba y hablaba sin parar contándome todo aquello…Lucía ni siquiera la escuchaba, le soltaba la frase y me daba la vuelta. Supongo que la situación me empezaba a cansar, supongo que sólo pensaba en mí, supongo que no sé escuchar demasiado bien.

- A mí me has escuchado siempre y siempre lo has hecho bien. No te castigues con eso Alex, por favor, tú no podías hacer nada.

Pero era inútil, hacía mucho que Alex se sentía responsable de aquello. Cuando llega la culpa es muy difícil que se vaya. Como el frío, que todavía estaba con él.

Recordaba lo que le había dicho siempre su abuela. Aquello de que las personas no se mueren de repente. “cuando llega el final se van muriendo lentamente, cada día un poquito más, pero no es hasta que se mueren cuando somos capaces de apreciarlo”.

A ella le había pasado lo mismo. Antes de morir moría cada día un poquito más. Al final ni siquiera era ella, cubierta con ese aura que sólo los moribundos conocen, ese que sólo ellos arrastran hasta que su peso es demasiado grande, hasta que les asfixia y no les deja vivir más.

Tiembla cada vez que recuerda aquellos ojos bondadosos que de un momento a otro adquirían una mirada fija, casi hipnótica dirigida hacia ningún lugar en particular. Respirando un aire que sólo a ella envenenaba mansamente, con toda la paciencia del mundo, hasta que la envenenó por completo. Le suplicaba ayuda las veinticuatro horas del día y no supo escucharla.

Le temblaban las manos cuando tuvo que elegir, podía recordarlo perfectamente, no paraba de temblar, tal y como le estaba sucediendo ahora. Ella se fue y el se vació por dentro dejándose cubrir por el frío. Ese frío aterrador que todavía estaba con él.
- Cuando lo elegí todo, el ataúd, las flores…cuando lo elegí todo me fui. Ni siquiera me despedí de ella. No podía quedarme, su familia iba a querer saber lo que había pasado y yo no podía explicárselo. ¿Cómo iba a explicarles que su hija se había suicidado porque yo no supe escucharla? ¿Que la había visto agonizar un poquito cada día y no había sabido salvarla? La dejé sola, hasta el último minuto la dejé sola, hasta cuando ya no había nada que hacer la abandoné y no me digas que no podía hacer nada porque no es cierto, lo sabes igual que yo.

- Y huiste...

“Y al hacerlo te encontraste conmigo” pensó Lucia mientras le recibía entre sus brazos. “Y huí y os encontré” pensó Alex mientras se apoyaba suavemente en ella.

Entretanto la arena de la playa jugaba con su piel arrastrando a su paso un poquito de aquel frío. Al mismo tiempo que la culpa derrotada se alejaba entre las olas, pues sólo la arena tenía sitio en ese abrazo


jueves, 19 de julio de 2007

Hola abuelo,

Hoy he venido a contarte la verdad. Hasta ahora no he podido hacerlo. Me he tenido que morder la lengua (y ya me conoces, sabes lo poco que me gusta, el trabajo que me cuesta). Lo he hecho por ti abuelo, lo he hecho porque te quiero.

Tenías cáncer abuelo, por eso no podías tragar, tu tumor del esófago era demasiado grande. Lo supimos el 14 de febrero, ha hecho cinco meses hace poco. Desde el primer momento nos dijeron que era malo, que no te ibas a curar. Pero te dieron un año y medio de vida, incluso dos, si no había complicaciones.

Las últimas pastillas que tomaste no eran medicamentos normales abuelo, era quimioterapia. Y estabas bien, sin poder tragar demasiado pero estabas bien. La quimio no te sentó mal, los médicos alucinaban contigo. Hasta que un día dejaste de tragar y llegaron las complicaciones.
La última vez que estuviste ingresado fue porque te pusieron una prótesis en el esófago. Sabíamos que podía salir mal, pero no había más remedio abuelo. Tenías el tejido necrosado, estabas muy malito abuelo. Tu esófago no lo soportó y se rompió y de paso te perforó el pulmón derecho. Como una sabana vieja que tiene un agujero pequeño, si tiras con fuerza se rasga por completo. Era eso lo que dolía tanto, estabas roto por dentro.

Te ingresamos en el hospital porque había que ayudarte a que no doliera. No fue para curarte como tú creías, fue porque no ibas a morir con ese dolor en el cuerpo. Por eso tenías habitación individual, “de enchufado” como decías tú. Estábamos esperando a que murieras, a que descansaras de una vez.

Desde que ingresaste el miércoles por la noche la angustia se apoderó de mí. La tenía ahí siempre conmigo. No me dejaba respirar pero gracias a ella no me ha importado no comer, no dormir, no llorar. Me ha mantenido activa, activa para cuidarte, para estar contigo. Para que ya no me afectara tu aspecto, que se deterioraba cada día al principio, cada hora al final. Me ha ayudado a estar contigo y hoy por fin he dejado de sentirla.

Desde el jueves he ido de casa al 12 de octubre sin pensar, rogando a quien quisiera escucharme para que murieras. Llorando sin parar, temblando de miedo. Odiándome por mil cosas diferentes pero sobretodo por mentirte.

La planta décima del edificio de maternidad estos días me ha visto más el pelo que mi propia casa. Es curioso como en el ascensor puedes adivinar a donde va cada persona sólo por la cara que tienen. Los de la décima y los de la sexta siempre subimos llorando y el resto nos miran rogando no compartir nunca planta con nosotros.

Estabas en oncología abuelo, sé que nunca quisiste darte cuenta, pero estabas ahí. Era fácil no enterarse, es raro que oncología y maternidad estén en el mismo edificio. Pero era así y en el fondo no es tan raro. No es más que la vida y la muerte encerradas bajo el mismo techo.

En cuanto se abrían las puertas del ascensor me secaba las lágrimas, entraba en tu habitación con una sonrisa de oreja a oreja, y lo más importante, empezaba a mentir. Nunca había visto a un enfermo terminal, nunca tan cerca. Jamás en mi vida he visto a alguien tan débil aferrarse a la vida con todas sus fuerzas.

-El martes me ve el médico y el jueves me voy a tu casa, contigo. Así que prepárame la habitación y dile a la gata que se quite de mi sillón.
-¿El jueves abuelo? Vale, te venimos a buscar al hospital y ya que nos den los batidos.

Y así, una mentira tras otra y cada vez era más difícil mentirte porque cada vez te dabas más cuenta de lo que pasaba. La muerte iba ganando posiciones y tú podías sentirlo. Pero seguías adelante, con los dos pulmones primero, con el izquierdo después. Más tarde te abandonaron los riñones, pero tu cuerpo no se rendía. Se negaba a morir. Sabía que toda la fuerza que has tenido siempre permanecía escondida en algún sitio, esperando a hacer su aparición. No era el momento abuelo, ya habías sufrido bastante. Tú ya no tenías que luchar más.

Me he cansado de oír eso de que no tenía porqué pasar por esto, que no tenía necesidad de pasarme el día en el hospital, que no tenía necesidad de verlo. Pero soy igual de cabezota que tú abuelo. Era la última vez que iba a estar contigo. La última, no iba a tener más oportunidades y no iba a desaprovecharla. Y no ha sido fácil pero ha sido más difícil para ti, yo no tengo derecho a quejarme. Pensé que lo más duro iba a ser verte morir, sentarme a tu lado sin poder hacer nada. Me equivoqué.

Lo más difícil ha sido ver que no morías y al mismo tiempo, llorar por dentro con una sonrisa en la cara y una mentira en los labios.

Y no has perdido la fuerza hasta el final, y no has perdido la cabeza en ningún momento (ojala lo hubieras hecho) y no has perdido tu humor. Cuando todavía podías hablar seguías con tus bromas, haciéndonos reír a todos, haciéndonoslo más fácil.

Y no me podía creer que alguien con tantas ganas de vivir estuviera muriendo, sabía que era imposible pero más imposible me parecía que lucharas de esa manera y en esas circunstancias. Hasta que llegó el sábado y empecé a desear tu muerte.

- Estamos pensando en sedarle pero necesitamos su permiso, que la familia esté de acuerdo- nos decían los médicos sin mirarnos a los ojos.

Ni nos lo pensamos, lo dijimos todos a la vez “por supuesto, no queremos que sufra” sin llorar, porque había que pasar a verte después. Estabas tan nervioso abuelo, casi no se entendía lo que decías pero nos lo podíamos imaginar. Sabías que ibas a morir, lo supiste justo ese día y todas las mentiras del mundo no eran suficientes para convencerte de lo contrario.

Pero seguí mintiéndote, diciéndote lo bien que iba a salir todo, que ibas a salir de allí, que te estaban curando. “tú sólo duérmete y ya verás como cuando te despiertes te encontrarás mejor”.

Estabas dormido tres horas y después te despertabas. La sedación no te dejaba mover los labios pero el miedo te hacía temblar y apretarme la mano con toda tu fuerza. Si te hubiéramos dejado habrías salido corriendo. Y me mirabas con esos ojos, (iguales que los de papá), suplicándome ayuda.

Seguí mintiéndote porque no sabía que más podía hacer por ti. Intentando calmarte hasta que durmieras de nuevo y a las tres horas otra vez a empezar. Estaban probando la sedación que necesitabas “porque si le ponemos más de la que necesita aceleramos el proceso de la muerte y eso no es ético”, nos decían, de nuevo sin mirarnos a los ojos.

¿En qué clase de mundo vivimos en el que es más ético ver sufrir que ver morir?

A nadie le dolía más tu muerte que a nosotros abuelo, pero verte agonizar nos dolía mucho más. Muchísimo más. Ya no era alargarte la vida, era prolongarte la muerte y nadie se merece eso. Un enfermo terminal tiene más que suficiente con su situación, no necesita extenderla.

Si nos hubieran dicho que había una sola posibilidad entre millones de ellas. Que esa posibilidad en el caso de que se diera, te dejaría con una calidad de vida muy por debajo de la que tenías…en ese caso entiendo que no sea ético. En ese caso la abuela no habría cambiado sus oraciones de estos cinco meses por otra totalmente opuesta.

Pero no era ese caso, ojala lo hubiera sido pero no lo era. Si no te fallaba el pulmón, la infección te mataría o puede que tu corazón terminara por pararse, o vete tú a saber. Estaban claras tus posibilidades, lo supe en cuanto crucé por primera vez la puerta. Antes incluso de que el médico dijera que no pasarías del fin de semana.

Pero no era ético, y me lo decían sin mirarme a los ojos y si alguna vez lo hacían me dejaban ver su tristeza. Seguramente para ellos si que lo era, pero tenían que mentir.

Y pasó el sábado, y por fin tenían clara la sedación que necesitabas para no recurrir a la inyección, para que no te despertaras. Cuando el domingo entré por la puerta (otra vez) empecé a dudar de la predicción de los médicos. Habías empeorado un poquito pero no lo suficiente. Te despertaste otra vez cuando fueron a cambiarte la cama (no logro entender porqué) y esa fue la última vez que nos viste.

Cinco minutos nos costó dormirte, cinco minutos duró tu última agonía. Luchabas para no quedarte dormido. Me apretabas la mano y me mirabas con esos ojos, mientras el cuerpo entero te temblaba de miedo. Mientras la abuela te peinaba con todo el cariño del mundo. Y seguí mintiéndote, pidiéndote por favor que te durmieras, que todo estaba bien que estábamos contigo.

No volviste a despertar, la muerte te llevó a su lado el lunes de madrugada y por fin descansaste. Mi angustia se fue contigo dejando un vacío que ha ocupado la pena. Pero hoy he podido dormir, he podido tener hambre, he podido llorarte hasta que no he podido llorar más.

Han sido los peores días de mi vida abuelo, verte sufrir, ver a la abuela, a tus hijos. A papá que ya sabes que nunca habla, que nunca dice lo que piensa. Pero que desde el jueves me mira con esos ojos…

La última vez que me hablaste y pude entender lo que decías fue el viernes, cuando me despedí de ti después de haber estado todo el día contigo. Me diste las gracias. “Gracias Sarita por quedarte conmigo, te lo agradezco un montón” y tuve que tragarme las lágrimas y entre risas y quitándole importancia al asunto despedirme de ti. Algo dentro de mí me decía que al día siguiente probablemente no podrías hablar. Que sería la última vez que hablaría contigo.

-Mañana te veo abuelo, no le des guerra a la abuela esta noche que tiene que descansar.
-Muy bien Sarita, te estaré esperando aquí, sin moverme.

Y ahora yo te quiero dar las gracias a ti abuelo. Porque estos cinco meses han sido un regalo para todos nosotros. Porque he disfrutado de ti al máximo y tú no te has quejado. Porque he tenido tiempo suficiente para hacerme a la idea, para que esto no fuera tan duro. Aunque la expresión es cierta y la esperanza es lo último que se pierde. Aunque si hubiera tenido mucho más tiempo me habría costado lo mismo.

Te quiero mucho abuelo y como te quiero tanto te doy las gracias por haberte reducido una agonía de meses a unos días. Gracias por no sufrir demasiado, por consumirte de golpe y casi sin enterarte de nada, en vez de hacerlo poco a poco sin necesidad alguna.

Gracias por regalarme estos días para cuidarte. Si te hubieras ido de repente no habría podido pasar a tu lado todas estas horas, ni cogerte de la mano, ni hablar contigo y gastar bromas, ni calmarte. No habría podido darte un beso ni decirte lo mucho que te quiero teniendo la certeza de que no iba a haber más. No habría podido contener las lágrimas y tener una sonrisa preparada para que vieras que todo iba bien. Gracias por permitirme hacer ese sacrificio por ti. Gracias por darnos tiempo a todos para estar contigo.

No te imaginas lo que te voy a echar de menos, ya no voy a tener a nadie que me persiga con el mando por la casa para que le ponga los toros. Ni que abra mi puerta después de estar toda la tarde estudiando y me pregunté ¿te ayudo?, sólo para hacerme reír. Nadie más me va a llamar Sarita, porque lo odio. Sólo me gusta cuando me lo llamas tú. Sólo a ti te dejaba llamármelo.

¿Y quién me va a entender ahora cuando aparte el pimiento en el plato?. ¿Quién se va a pasar horas sentado a mi lado, sólo para estar conmigo?. ¿Quién me va a consolar sin agobiarme para que le cuente que me pasa?. ¿Quién va entender que yo lo cuento cuando quiero, no cuando quieren los demás?. Quien me va a entender mejor que tú abuelo, si somos los dos iguales.

Ayer fui a tu pueblo abuelo, me lo llevas pidiendo tanto tiempo y ha tenido que ser ahora. Te eché de menos un montón, eso de andar por las calles sin ti a mi lado. Explicándomelo todo, “aquí vivía yo cuando era pequeño y en esa casa que ves a lo lejos iba tu padre a trillar cuando veníamos en verano”. Saludando a todo el mundo y riéndote conmigo de ellos después. Odiabas las tonterías de la gente del pueblo pero las aceptabas con resignación “Sarita se aburren mucho, el pueblo es muy aburrido”.

Lo que no sabía yo era que hasta en tu entierro tenía un banco asignado. Estuve apunto de sentarme en el “banco de los hombres”, tus sobrinas “las tacañonas” como tu las llamabas, nos quitaron el sitio a Marta y a mi. No me importó abuelo, a la abuela le dolió en el alma pero yo sé que en tu corazón tus nietas teníamos un sitio muy grande y que lo hicieron porque no tienen otra cosa que hacer. El pueblo es muy aburrido.

Al final me quedé en el banco de las mujeres por la abuela, sé que a ti te habría hecho gracia, pero la abuela me pidió que me portara bien. Te habrías partido de la risa con esa risa tuya tan característica, mientras decías eso de “¡Ay que chica esta!” como decías siempre que hacía “una de las de mi nieta la pequeña”. Nunca podré olvidar esa risa abuelo, la de veces que nos habremos reído juntos mientras la abuela se desesperaba y aceptaba que por separado bueno…pero que cuando nos juntábamos no había nada que hacer.

-Tú y Marta os tenéis que sentar en el segundo banco, detrás de mí. Ese es el banco de los nietos. Por favor Sara no des la nota como tu abuelo, que te conozco.

Ya sabes como es tu mujer abuelo, nadie la puede llevar la contraria, si no has podido tú en sesenta años no lo iba a hacer yo ahora. Juntos bueno, pero separados no. Estos días he conseguido convencerla de algunas cosas pero, poco a poco. Hoy he tenido que regañarla, no quería ver la tele, ya sabes, cosas del pueblo. Me he acordado de la última vez que te regañé, en el hospital. Lo que me pude reír, lo cabezón que eres y las cosas que dices. La enfermera estaba alucinada, no se lo podía creer, que alguien en tu situación tuviera ganas de hacer bromas y de reírse a carcajadas. Al final te saliste con la tuya, me rendí, no podía regañarte, no con las cosas que decías. Acepté la derrota y te dije que hicieras lo que te diera la gana pero que no te enfadaras conmigo. “No, no, no, no yo nunca me enfado contigo Sarita”.

No te enfades tampoco ahora abuelo, por favor. Perdóname por no haberte dicho la verdad en estos cinco meses. Perdóname por mentirte, hasta el último minuto, hasta la última vez que me viste.

Ahora puedo volver a decirte sin mentir esta vez, que no te preocupes por nada, que todo está bien. Pues sé que desde donde quiera que estés (tú nunca creíste demasiado en el cielo) estas cuidando de nosotros y que de vez en cuando se te escapará una carcajada y un ¡Ay que chica esta!. Pero ya me conoces, abuelo ¡no lo puedo remediar!.

jueves, 12 de julio de 2007

El miedo a morir solo

La fábrica de sueños cerró por vacaciones con una llamada a las 12 de la noche. Desde febrero, desde aquél día, renuncié a mis sueños a todos y cada uno de ellos excepto a uno. No me importaba perder el resto con tal de que este se cumpliera. Con tal de que este día no llegara.

Pero esa llamada me quitó mi solitario sueño, me dejó vacía y a mí fábrica no le quedó más remedio que cerrar por vacaciones. No tiene sentido que permanezca abierta.

Desde que era pequeña siempre he oído la misma frase “eres una luchadora” y sí, puede que lo sea. Pero lo soy gracias a ti. Tú me enseñaste a no rendirme, ¿te acuerdas?

Tenía cuatro años y estaba muy enferma. No fue justo, me quedé sin infancia, maduré demasiado rápido.

Nadie era capaz de decirme lo que tenía, me hacían pruebas todas las semanas. Me inflaban de medicamentos que no necesitaba, pero no servía de nada.

Y entonces un día tú me sentaste en tus rodillas y me hablaste como una adulta porque la ocasión lo merecía y porque yo había dejado de ser una niña hacía tiempo.

- ¿Has visto mi mano?- me preguntaste a la vez que me enseñabas tu mano izquierda
- Si, ¿Por qué tienes los dedos rotos abuelo?
- Porque un día me los corté
- ¿Y ya no te crecieron más?
- No cariño ya no me crecieron más y ¿sabes? No me van a crecer nunca.
- ¿Y te dolió?
- No que va, no me enteré. Me dolió después cuando tuve que acostumbrarme a vivir sin ellos. Eso es lo que más duele. Tener una cosa que es tuya, y que ni siquiera eres consciente de que lo es. Y de repente te lo quitan y tienes que vivir sin ello. Eso fue lo que más dolió. Sara, ¿Tú sabes lo que te pasa?
- Si
- ¿Por qué cuando empiezas a toser sales corriendo buscando a tu madre, a tu padre o a quien sea?¿Por qué lo haces si sabes que correr te hace toser más?

Recuerdo perfectamente que me dejaste helada, nadie se había atrevido a hacerme esa pregunta. Tenía cuatro años pero no era idiota, sabía que no querían escuchar la respuesta.

- Porque me da miedo morirme sola abuelo.

Esperaba un “no digas esas cosas, te vas a curar” pero te limitaste a asentir con la cabeza y a decir:

- Entonces sabes que puedes morir, eres una chica muy lista, a ti no hay quien te engañe.
- Si, y mamá y papá también lo saben. Por eso hacen turnos por la noche, para que no me muera sola. Ellos no me lo han dicho pero yo lo sé. Por eso no me regañan cuando corro. Ellos sólo me dicen que me voy a curar pero yo sé que eso no lo sabe nadie.
- No, no lo sabe nadie. Eso sólo lo sabes tú. A mí me quitaron los dedos, a ti te quitaron la salud y tienes que aprender a vivir sin ella.

Y seguiste hablando conmigo cambiando la palabra “malita” por “enferma” y “curarse” por “sobrevivir”. Me enseñaste a luchar, a mandar en mi cuerpo. Me salvaste porque cada vez que tosía la muerte me miraba de frente. Y aprendí a estar mucho tiempo sin respirar, para que cuando llegara la tos no me pillara desprevenida. Y aprendí a controlarla, para poder comer. A aguantar lo suficiente sin toser para no terminar vomitando.

Tú, abuelo, me enseñaste a amar mi vida por encima de todo a pesar de estar enferma. Y cuando me acostumbré a vivir sin salud ya no me importó vivir el resto de mi vida sin ella.

No me importó no poder ir al cole, no me importó no poder jugar, no poder levantarme de la cama, tener que soportar mil pruebas a cual más desagradable. Estaba viva, eso era lo más importante.

Estuve un año luchando y un día por fin me curé. Y nunca hemos sabido lo que fue, ni como lo hice. Y nunca tuve más medicina que tus palabras.

Me enseñaste a luchar y ahora tú no lo haces.

Lo estabas haciendo muy bien. Sé que no tenías ganas pero te tomabas todo lo que te mandábamos, tal y como hacía yo entonces. Hasta que hace dos semanas tu esófago se cerró por completo y ya no podías tragar más.

Se me caía el alma a los pies cuando te veía por el pasillo del hospital con tu alimentación por vena. Y me dolía muchísimo más saber que te iban a poner una prótesis para abrirte el esófago y que tú no sabías nada. No te enteraste de nada hasta el día de la operación y yo mejor que nadie podía sentir todo el miedo que pasaste.

A mí tampoco me contaban nada, decían que era para protegerme pero yo siempre he preferido saber las cosas. Un día me harté de que me trataran como una niña y me comporté como tal. Me puse a llorar y a patalear y mi madre optó por hacerme caso. Desde entonces me explicaban paso a paso lo que me iba a hacer el médico antes de entrar por la puerta del hospital. Incluso mis probabilidades de vivir en el caso de que la prueba diera positivo. Gracias a eso dejé de tener miedo, aunque reconozco que no puedo poner un pie en un hospital sin echarme a temblar.

Y todo salió bien, había que esperar, pero salió bien. Podías comer y ahora incluso comías más cosas que antes. Pero no te dio la gana tomarte los batidos. Te lo pedí por favor, te lo pedí por mí que soy tu nieta, te supliqué y no quisiste. Estabas tan débil que te costaba trabajo hasta coger la cuchara. Todo lo que comías en un día equivalían a las 300 calorías del batido. Si te hubieras tomado dos por lo menos….

Pero dejaste de luchar, te daba miedo, estabas cansado y a pesar de todo, lo entiendo. Llevamos mucho tiempo engañándote, haciéndote pruebas que no sabes para que son. Tenías tanto miedo que el hospital era el único sitio en el que te sentías seguro, pero no eras capaz de andar hasta él.

Y anoche la prótesis te perforó el pulmón y estas tan débil que no te pueden operar para quitártela. Ya no hay nada que hacer, la única solución es sedarte para que no te duela.

Y no puedo seguir pidiéndote que luches porque ya es tarde. Y no puedo tener esperanza porque ya no me queda. Ni siquiera puedo esperar que se cumpla mi sueño pues mi fábrica ha cerrado sus puertas y hace mucho que dejé de creer en los milagros. Sólo me queda sentarme a tu lado porque sé de sobra que si morir da miedo, morir solo da muchísimo más.

miércoles, 11 de julio de 2007

¿Destino?

Me conoces muy bien y sabes de sobra que nunca he creído ni en la casualidad ni en el destino. Tal vez porque me enseñaron a asumir mis errores. O tal vez tengas razón y la idea de no controlarlo todo me escueza por dentro.

No fue la casualidad la que te trajo a mi vida, no lo fue. Tampoco fue ella la que me hizo salir huyendo (eso lo hicimos juntos, y sí, asumo mi parte de culpa porque también la tengo)

El destino no hizo que volviéramos a encontrarnos (¿dos años después?). Eso ocurrió porque no pudimos (o no quisimos) hacer frente a lo que nos estaba pasando. Tomamos el camino fácil y nuestro propio error terminó encontrándonos. Y ya no hizo falta huir, todo terminó antes de que nos diera tiempo a empezar.

Y no fue ni la casualidad, ni el destino, fuiste tú. Esta vez fue por tu culpa, aunque estar a tu lado me enseñó que nunca encontrarás el valor para admitirlo.

Si no te dije que iba a pedir el erasmus fue porque, simplemente, no quise. Y no, no sabía lo que iba a pasar, pero algo me decía que terminaría mal como siempre. Y no, no lo pedí por eso. Para huir de ti no me hace falta irme tan lejos, será porque ahora no encuentro la necesidad de huir. Será que por fin lo he entendido.

No fue por casualidad que no pidiera un erasmus antes, con ADE. No fue casualidad, fueron muchos motivos pero cada uno tenía su sentido y su razón de ser. Todos y cada uno de ellos estaban justificados. No sabes lo que me dolía no poder irme.

No sé que me hizo hacer la doble licenciatura con Actuariales, ni siquiera sé porque hice un segundo ciclo. Pero fue mi decisión, no fue el destino. Y fue de las mejores de mi vida aunque me haya costado demasiados sacrificios este cuatrimestre. Ahora puedo estudiar algo que de verdad me gusta (aunque nadie sepa lo que es, aunque siempre tenga que explicarlo, aunque nadie entienda mi explicación y yo lo deje por imposible)

Y no fue casualidad que este año SI pudiera pedir un erasmus, fue que todos esos motivos o se solucionaron o dejaron de tener importancia. Fue más bien por cabezonería, pues casi no había destinos y ninguno me terminaba de convencer.

Y ahora ya no sé ni lo que es, porque me ha traido demasiados problemas. Porque a las pocas horas de enterarme que tenía la plaza me enteré de que mi abuelo se moría. Y sé que el día que me vaya será probablemente el último día que le vea. Pero me tengo que ir. Te dejo que lo llames como quieras, hace tiempo que dejé de definirlo. Y no me lo pongas más difícil que bastante trabajo me está costando ya.

No fue el destino el que hizo que este año se firmaran nuevos convenios, era algo que se pensaba hacer desde hacía mucho tiempo. Así que no, no fue la casualidad la que hizo que este año, justo este año salieran plazas específicas para Actuariales (y no las de antes que compartíamos con economía y ADE y era casi imposible que nos dieran a nosotros pues apenas teníamos asignaturas)

Como somos muy pocos en clase se explica muy bien que sólo tres nos fuéramos de erasmus. Tampoco es casualidad que solo hubiera tres plazas para nosotros, es lógico que haya pocas, no es una carrera que suela pedirlo. No me voy a Suiza por casualidad, me voy porque es lo más razonable. No iban a dejar una plaza de actuariales vacía sólo porque Lausanne no fuera mi primera opción.

Así que puedes estar tranquilo, que no me voy a Suiza por ti. Me voy por mi y si quieres lo entiendes, y si no, te dejo que sigas pensando que todo es una casualidad que yo seguiré diciendo que la pobre no tiene culpa de nada.Que por mucho que te empeñes el destino no es culpable de todo lo malo que te pasa. Que si tú y yo tenemos algún destino, es el de ser amigos y todo lo demás nos sobra.

lunes, 9 de julio de 2007

Jugando con la arena (II)

Los hombros del ángel se estremecían mientras lloraba y el mundo entero pudo sentir su dolor”. Alex se quedó frente a la pantalla y leyó la frase una y otra vez. Tenía el final del relato pero no podía escribir el principio. Tal vez era excesivamente pronto para eso.

Apagó el ordenador con un suspiro y se estiró en la silla. Desde que llegó al pueblo no había parado de escribir. Probablemente sus circunstancias personales hacían de escribir una terapia más que un trabajo. Pero hoy la inspiración no estaba de su lado.

Se levantó y sin dejar de dar vueltas a lo mismo una y otra vez, se dirigió hacia el cuarto de baño. Abrió el grifo sin atreverse a levantar la vista. Se cubrió el rostro de agua helada y esperó unos segundos antes de contemplar su reflejo.

La mirada que le devolvió el espejo no era la suya, eran sus labios, su pelo, esa cicatriz en la frente que no podía recordar cuando apareció ni porqué. Eran sus ojos, pero no era su mirada, no la que él conocía, esa que le hacía vulnerable desnudándole por dentro.

No era su mirada y empezaba a pensar que ni siquiera era él. Frunció el ceño desafiándola pero no obtuvo más respuesta que una muda indiferencia. Retrocedió sobre sus pasos con la angustiosa certeza de que aún era demasiado pronto para enfrentarse a su reflejo y salió de la casa derrotado.

Julia le estaba esperando en el jardín con Golfo jugando entre sus piernas.

-¿Sabes qué? Mamá me ha contado que cuando erais pequeños jugabais en la playa a piratas y que...

Alex saltó la valla al mismo tiempo que el pequeño gato huía despavorido. Se sentó al lado de la niña y recordó con ella tiempos pasados. Poco a poco dejó que su charla y el incesante parloteo de Julia le transportaran a los momentos más dulces de su vida.

Imaginaba que era un pirata cuando jugaba con su espada de madera mientras Lucía planeaba rutas imposibles para encontrar el tesoro escondido. Realmente creía que en algún lugar no muy lejos de la playa, un cofre lleno de secretos aguardaba impaciente a ser descubierto.

-Vamos Alex, sé que está aquí, ayúdame a desenterrarlo.

Y se pasaban la tarde entera cavando un hoyo inmenso en la orilla. Cuando el agotamiento podía finalmente con ellos regresaban a casa cubiertos de fina arena. Al día siguiente Lucía marcaba una nueva ruta, Alex se ajustaba su espada en el cinturón y vigilaba con un catalejo improvisado que fueran los únicos piratas de la costa.

Pero por más que lo buscaron nunca consiguieron encontrarlo.

-Julia, el abuelo te está esperando.

-Está bien –dijo la pequeña arrastrando las letras con resignación- Alex tengo que irme pero ¿me prometes que otro día vamos a buscar el tesoro de mamá?

-¡Claro que sí cariño! Me llevaré mi espada de madera.

Lucía ayudó a Alex a levantarse del suelo y ambos salieron por la puerta como cada tarde. Sólo habían pasado dos meses desde que él llegó al pueblo pero no habían encontrado ninguna dificultad en adaptarse de nuevo el uno al otro.

Iban a la playa, ya se había convertido en un ritual. Tumbados en la arena podían pasarse las horas hablando, tenían mucho que contarse. Alex viajaba con ella a Londres y ella descubrió los primeros días de él lejos de allí. Su primer trabajo, su primera casa, por llamarlo de alguna manera. Lo que hizo, lo que dejó de hacer, lo que quiso hacer y no pudo. Pero sin embargo había algo que aun no se había atrevido a contarle.

-Todavía no te he contado que es lo que hago aquí

-Lo sé, pero ¿Sabes? Sé que algún día lo harás y yo estaré aquí para escucharlo.

-No es fácil

-No lo dudo

-Ni siquiera sé por donde empezar, ni siquiera estoy seguro de lo que ha pasado. Sigo dándole vueltas, tratando de entender. Me encantaría comprender algo, lo que sea, pero no..., no puedo.- confesó con un suspiro.

-Pero podrás, sólo tienes que seguir intentándolo. Nunca te he visto darte por vencido.

-Eso es porque nunca antes me habían vencido – contestó Alex con toda la resignación de la que disponía mientras Lucía se hacía un hueco entre sus brazos.

Y ya no dijo nada más, no habría sido capaz de contener las lágrimas. Lucía siguió hablando durante horas, tratando de hacerle entender que por muy mal que estuvieran las cosas, al final siempre había una salida y que por mucho que le costara verla nunca había que dejar de buscarla.

-Y si aún así sigues sin encontrarla, la haces y si no te apetece, te aguantas. Pero no te conformes, Alex ese no eres tú. Puedes salir de esto, sólo tienes que convencerte de que puedes.

El cuerpo de él empezó a estremecerse mientras lloraba. Igual que el ángel de su relato, el protagonista de la historia que todavía no era capaz de escribir. Alex estaba roto por dentro y Lucía con la cabeza sobre su pecho, podía sentir todo su dolor.

Pero ella siguió hablando mientras el tiempo les daba la espalda y el sol se ponía sobre ambos. Tumbados sobre la arena, en el mismo lugar en el que años atrás habían buscado incansables un tesoro que parecía no llegar nunca.

El mismo lugar en el que habían renunciado a su sueño, cansados de no encontrar nunca nada más que arena.

El mismo lugar que esa noche les concedía el regalo de encontrarse el uno al otro, cediéndole a la playa la imagen más tierna que había contemplado jamás.

martes, 19 de junio de 2007

La habitación del deseo

La habitación del deseo es tuya, es mía, es nuestra. ¿La conoces? Es esa habitación que buscamos incansables cada noche. Acércate y dame la mano que te llevaré de nuevo hasta dentro. Ven y no tengas miedo. Mi cuerpo desnudo no es capaz de guardarte ni un solo secreto.


Entrégame tu aliento, acaricia con él mi cuello. Concédeme tu cuerpo y deja que mi lengua haga el resto, prometo hacerle agitarse de placer a cada momento. Cúbreme con tu piel, cobíjame entre tus dedos que yo te arroparé con mi fuego. Mírame a los ojos y te verás reflejado en ellos.


Dibújame con tus manos sin olvidar un solo rincón de mi cuerpo, siente en cada latido lo mucho que te deseo. Déjate asfixiar por mi lengua, yo te devolveré la vida en cada movimiento. Relájate que yo te sostengo bajo mi peso, y ámame hasta que te duela por dentro.


No quiero que pienses, en esta habitación no hay sitio para eso. Derrama tu aroma en mi piel, mientras yo trepo por tu pecho. Sáciame la sed en tus labios, exijo tu saliva para sofocar este fuego. Concédeme este privilegio.


Que la electricidad que fluye por mi columna ilumine la habitación del deseo. Véncete a mi cintura, deponte a mis caderas y dame acceso a tu cuerpo. Empápame en tu sudor, cubre con él este lecho. Quiero sentirte dentro.


Indaga entre mi pelo, ábrete paso entre mi carne y cólmame de besos. Observa como la pasión me hace vibrar por dentro. Muérdeme, atrápame entre tus dientes, no dudes en hacerlo. Lléname de placer y vacíame de deseo.


Mézclate conmigo deja que te absorba en cada uno de mis movimientos. Y ahora que mi forma se confunde entre tu cuerpo, resbálate conmigo, retenme bajo tu peso y acaricia mi alma desde dentro.

martes, 12 de junio de 2007

Jugando con la arena


El gatito correteó juguetón entre sus piernas apenas puso un pie en el jardín de su antigua casa

- -¡Luna! ¿Eres tú? Dijo el chico al mismo tiempo que se agachaba para comprobarlo

-No es Luna, es Golfo el hijo de Luna ¿O es que no ves que es muy pequeño?

Alex giró sobre si mismo y descubrió unos ojos tan azules como el cielo que intentaban alzarse por encima de la valla. Mientras se acercaba para poder ver bien a su dueña ella seguía diciendo.

-Primero le quería llamar negrito, pero luego le puse Golfo porque es muy malo y siempre se escapa ¿Tú crees que los gatos negros traen mala suerte?

-Eh…no! – respondió Alex y antes de darse cuenta la niña corría gritando hacia el interior de la casa

-¡Mamá! El señor de al lado tampoco cree que los gatos negros den mala suerte

Y fue entonces cuando la vio, no había cambiado nada era como si no hubiera pasado el tiempo. Le basto un segundo para reconocerla, incluso podría decirse que la reconoció antes de que saliera al jardín. A ella tampoco le hizo falta mucho más tiempo, en cuanto escuchó la frase “el señor de al lado” corrió hacia él con una sonrisa en la cara.

-¡Alex! Pero… ¿qué estás haciendo aquí?

-¡Dios mío Lucía yo iba a preguntarte lo mismo!

Se fundieron en un abrazo inmenso, tratando de recuperar el tiempo que habían estado el uno sin el otro. Un abrazo que a ellos les supo a poco pero que a Julia empezaba a parecerle eterno.

-Mamá vamos a jugar con la arena, tú te puedes venir si quieres- le dijo a Alex- pero tu Golfo no, tu hoy estas castigado.

Se alejaron por el camino que conducía a la playa, aquel que Lucía y Alex habían recorrido tantas y tantas veces

-Cuéntamelo todo, llevo tanto tiempo sin saber de ti

Lucía miró al suelo mientras Alex la rodeaba con su brazo. No sabía por donde empezar, le buscó con los ojos para poder serenarse en los suyos y comenzó su historia.

-Bueno empezaré desde el principio, desde la última vez que nos vimos, hace ya una eternidad.

Alex sonrió, realmente había pasado mucho tiempo desde que Lucía abandonó el pueblo gracias a una generosa beca y se puso rumbo a Londres para empezar sus estudios universitarios. Después de ese día, el también tuvo que buscarse otro lugar. El pueblo sin ella estaba vacío.

-Al principio vivía en un hostal, no recuerdo el nombre pero sé que estaba entre Camden y Regent’s eso sí que lo sé. Yo no estaba segura de haber hecho lo correcto, dejaba muchas cosas aquí y no sabía si iba a encajar en Londres. Pero cuando llegué al hostal y vi los canales supe que no me había equivocado. Es como una Venecia en pequeñito, precioso y es una pena que no sea de lo más conocido de allí. Seguro que tú no lo sabías.

-La verdad es que no, pero bueno, yo nunca he estado en Londres

-Bueno como te iba diciendo me enamoré de Londres y su “little Venice” nada más llegar. Además la ciudad me lo puso muy fácil, allí puedes encontrarte gente de cualquier parte del mundo pero todos coinciden en algo, todos nos sentimos londinenses el tiempo que vivimos allí.

Al día siguiente descubrí el mercado de Camden, de ese sí que habrás oído hablar. Esos colores, la mezcla de culturas, de razas, de estilos de vida. Es algo que caracteriza a la ciudad pero que en Camden se hace muchísimo más patente. No puedes visitar ese mercado y salir de allí siendo la misma persona. Tiene tanta magia, no sé lo que es pero algo allí te cambia por dentro.

A los pocos días me trasladé a la residencia del King’s College la verdad es que estaba muy bien, vivía en el centro cerca de Tottenham, en perpendicular a Oxford Street prácticamente al lado del Soho. Además no tuve que renunciar a Regent’s park donde me perdía en cuanto tenía un rato, podía ir andando hasta él sin demasiado esfuerzo.

-¿Regent’s Park? Le interrumpió Alex

-Si, la verdad es que no es tan conocido como Hyde park pero desde luego que es muchísimo más bonito. Tiene unos jardines increíbles llenos de rosas dibujando formas imposibles. El lago, la cascada pequeñita y escondida que tanto trabajo nos costó encontrar a Mateo y a mí…

-El italiano

-El mismo, respondió Lucia con una franca sonrisa adornándola el rostro.

-¿Le conociste en el...King’s?

-¡No que va! Eso habría sido imposible. No sabes lo grande que es el campus donde yo estudiaba. Todos los días me perdía en esa maraña de pasillos y puertas. Lo bueno es que cada día descubría una cosa nueva, un jardín interior, una capilla tan grande como la iglesia del pueblo, una terraza altísima desde donde se veía todo Londres…no, allí habría sido imposible. A mateo le conocí en otro sitio

Lucía se tomó una pausa para sentarse en la arena desde donde poder ver a Julia que jugaba en la orilla ajena a lo que ocurría a su alrededor. Alex se sentó junto a ella y de nuevo la volvió a coger entre sus brazos.

-Una tarde volvía por Oxford Street desde Oxford Circus cuando de repente me fijé en un cartel que colgaba de un reloj “Saint Christophers Place” y una mano que señalaba un diminuto callejón en el que nunca antes había reparado. Lo atravesé y de repente me vi en medio de una plaza repleta de bares y restaurantes, muy parecida a la plaza del pueblo. ¡Nunca me habría imaginado que un lugar así podría estar en medio de una gran ciudad como esa!. En esa plaza, en una de las esquinas, hay un edificio pintado de azul con toldos azules, “La Creperie”. Me llamó la atención nada más verlo. Mateo era el camarero, empezamos a hablar y…bueno el resto ya te lo imaginas.

-Si la verdad es que puedo imaginármelo- dijo Alex mientras dirigía su mirada a Julia que seguía jugando en la arena.

-Y sin embargo, Julia no es hija suya- respondió Lucía con los ojos cargados de lágrimas.

Alex se sorprendió y la abrazó aún más fuerte pero a la vez con toda la dulzura del mundo. Podía sentir su dolor y el trabajo que le estaba costando contar aquello.

-Mateo se volvió un mes a Milán porque operaron a su madre y yo me quedé en Londres, no me apetecía nada volver aquí y mucho menos al enterarme de que tú también te habías marchado. Ese día discutimos por una tontería, ni siquiera recuerdo que fue. Pero en aquel momento me pareció un mundo así que me fui a una fiesta que daban los de la London. Bebí tanto alcohol, estaba tan enfadada. Ni siquiera sé su nombre, tampoco le pongo cara, no me acuerdo de nada. Solo sé que por la mañana me desperté en su casa y no paré de correr hasta que encontré un cab que me llevó de vuelta. No pude dejar de contárselo a Mateo, no me parecía justo. Con el tiempo me perdonó, pero cuando nos enteramos de que estaba embarazada…

-¿No pensaste en abortar?

-Si, lo pensé mil veces- dijo Lucía al tiempo que asentía con fuerza y trataba de contener las lágrimas- pero no pude. Estaba en la sala de espera de la clínica y no pude hacerlo. Aun así Mateo y yo lo seguimos intentando pero no pudimos con todo, se nos vino encima. Yo tenía 22 años todo me venía demasiado grande. Tuve que volver al pueblo. No tenía dinero, estaba sola y Londres es una ciudad muy cara, no habría podido sacarla adelante, ni a ella ni a mi.

-Pero ¿cómo…?

-¿Qué cómo lo hice? –dijo Lucía con una amarga sonrisa en el rostro- pues tragándome el orgullo, en ese momento yo ya había dejado de pensar en mí. Sabía que iba a ser difícil, ya sabes lo mal que me llevo con mi padre y volver así y encima embarazada…Pero con el tiempo y con mucho esfuerzo por ambas partes hemos conseguido llevarnos bien y a Julia la adora. Igual que todo el mundo aquí ¡pero es que es tan fácil quererla!

-Lo has hecho muy bien, Lu, deberías estar orgullosa.

-Lo estoy- dijo Lucía con las lágrimas rodando por sus mejillas- es mi hija, lo mejor que tengo, lo mejor que he hecho. Sé que cometí el error más grave, el que me hizo perder a Mateo y a Londres. Pero lo volvería a hacer mil veces si fuera necesario, por ella todo merece la pena. Ojala todos las equivocaciones de mi vida tuvieran como recompensa algo tan maravilloso como Julia.

Estuvieron abrazados mucho tiempo, mientras observaban a la pequeña en la orilla y recordaban tiempos pasados. Aquellos en los que jugar con la arena era la mayor de las delicias.

-No me has contado lo que te ha pasado a ti

-¿Y por qué crees que me ha pasado algo?

-Todos los que volvemos lo hacemos por dos motivos, o la ciudad se nos hace demasiado grande o algo nos obliga a volver y puedo leer en tus ojos que tú lo has hecho por lo segundo

Alex sonrió y la besó en la frente, a pesar de todo el tiempo que habían estado separados era como si nada hubiese cambiado entre los dos. Como si todos los años que habían estado juntos hubieran construido un muro que conservaba su relación transformándola en eterna.

-No puedo engañarte, nunca he podido. Pero ¿qué te parece si nos vamos a jugar con Julia y te lo cuento mañana?

domingo, 3 de junio de 2007

Vestido de blanco

-Yo soy tu padre, a mí me lo puedes contar

Pero él no quiere hacerlo todavía, aprieta los labios en una mueca aterradora, intentando que su dolor no sea tan evidente. Tiene los ojos repletos de lágrimas pero no quiere llorar, lleva horas luchando y no se va a rendir ahora. Por su expresión podíamos casi adivinar las palabras exactas que se repetía mentalmente “yo soy un niño, los niños no lloran” .Trataba de entender, de comprender lo que había pasado, pero sólo tiene seis años. No se puede entender algo así tan pronto.

Cuando le abrí la puerta de casa supe que algo había ido mal, le vi entrando vestido con su traje blanco arrastrando con su pequeño cuerpo la marca negra de la derrota. Lo reconozco, no pude evitarlo, se me calló el alma a los pies. Fue a hacerle compañía a la suya que yacía en el suelo desde hacía ya un rato.

Estaba en medio del salón, de pie, no quería sentarse. Miraba hacia abajo y contenía las lágrimas, sólo eso, sólo contenía las lágrimas. Hasta que de repente se le hizo muy difícil y tuvo que ayudarse apretando sus pequeños puños, mientras un crujido de papel inundó por completo la estancia.

Me acerqué a él lentamente, “cariño, vas a romperlos, ¿quieres que te los guarde?”. Se movió despacio, como si le costara una vida separarse de aquellos papeles arrugados. Ni siquiera me miró, no podía levantar la cabeza. La decepción le pesaba demasiado.

Mientras repasaba uno a uno los autógrafos que él me había entregado entendí que era lo que iba mal. Estaban todas. Todas y cada una las firmas de los jugadores de la Selección que habían consentido en perder un segundo de su tiempo para hacer feliz a un niño, sin tener en cuenta el color blanco de su traje. Estaban todas excepto las más importantes.

Y fue entonces cuando levantó la vista del suelo para acabar desplomándose sobre él, reuniendo de nuevo a su pequeño cuerpo con su dolorida alma:

-Me he vestido como ellos, pero no han querido firmarme, ninguno. Se lo he pedido pero no han querido y me han dicho que no y me han empujado y se han subido al coche y…y…

Y las lágrimas no le dejaron continuar, se hicieron las dueñas de su voz y de sus ojos.

Lloró durante horas, no había consuelo para él. Sus ídolos le habían defraudado. Con sólo seis años y vestido de blanco le habían enseñado que las cosas no son lo que parecen, o como uno se las cree y que no siempre se consigue lo que uno quiere.

-¿Sabes qué?- le dijo su padre- Nos vamos a hacer del Barça, o del Atleti, ¿Qué me dices Pablo?

Pablo suspiró al mismo tiempo que observaba el traje que no había querido quitarse ni para meterse en la cama. Haciendo el mayor esfuerzo de la noche, empujó hacia abajo las lágrimas que aún no le habían concedido ni un solo segundo de tregua, y acertó a decirnos entre balbuceos:

-Pero yo no puedo ser del Barça, ni del Atleti. Papá, yo soy del Madrid.

No pude evitar sonreír. La vida le había enseñado lo mucho que duele la decepción y la derrota, pero no había conseguido enseñarle lo que significa la venganza. Ni siquiera había logrado dejar una sola mancha en su blanca, limpia y brillante lealtad.