lunes, 28 de abril de 2008

Jugando con la arena IV

Es difícil ver un gato negro en una habitación oscura, especialmente cuando el gato no está pero eso no la impide buscarlo. Lo hace cada día, como un ritual, de esos que haces sin darte cuenta, hasta que eres consciente y no puedes parar de sentirte estúpido.

-¿Qué haces Julia?

-Buscar a Golfo, pero no le encuentro.

Alex la alzó por la cintura y la refugió entre sus brazos mientras la niña se deshacía en lágrimas. Todavía no había entendido porque se había marchado de esa forma.

-Alex tenemos que encontrarle, ya no estoy enfadada, no importa que me haya roto mi vestido. Tiene que volver porque está solito y está lloviendo y a él no le gusta el agua.

Hace un mes que Golfo no está con ella, se fue un el mismo día que destrozó el vestido nuevo de Julia, ese día que ella se enfadó tanto y le echó esa bronca tan larga. Desde entonces no le ha vuelto a ver.

Alex trata de calmarla pero no lo consigue, él sabe perfectamente donde está Golfo, sabe que no va a volver.

-Golfo no va a volver Julia, ya te lo he explicado- le dice Lucía al mismo tiempo que la seca las lágrimas.

-¿Por qué? ¿Se ha enfadado conmigo verdad? ¿Es porqué le regañé? ¿Es por eso?.

-No cariño no es por eso, Golfo ha tenido que irse igual que se fue su mamá, Luna, ¿te acuerdas?.

-Entonces ¿está con su mamá y yo ya no voy a volver a verle? Balbuceó la pequeña mientras las lágrimas caían sin remedio por su frágil rostro.

-Eso es cariño, pero sabes que está bien, que no le va a pasar nada.

-Pero no he podido despedirme - dijo la niña escondiéndose en los brazos de su madre y dando rienda suelta a su llanto.

En cuanto paró de llover, se fue a la playa, sabía que a Golfo le gustaba jugar allí, le encantaba jugar con la arena. Alex y Lucía no se hicieron de rogar cuando les pidió que la acompañaran, no era un secreto lo que les gustaba ese lugar.

A lo lejos observaban a Julia corriendo entre las dunas con la blanca arena levantándose a su paso, exactamente igual que cuando jugaba con Golfo. Sólo que ahora el gato no estaba con ella

Alex la miraba con una sonrisa en el rostro, de esas que no se pueden borrar tan fácil. Recordaba los momentos que había pasado en aquella playa, nada más volver, cuando la culpa no le dejaba respirar. Sintió la arena bajo sus manos, pegándose a su piel. La volvió a ver de nuevo, filtrándose en su alma, curando sus heridas, atrapando en los pequeños granos todo el dolor para alejarlo para siempre de su cuerpo.

Desde entonces siempre había pensado que la playa era mágica y que la arena que la cubría curaba a las personas que jugaban con ella.

-A mí me curó la arena, a Julia le pasa lo mismo.

Lucía asintió con la cabeza recordando como le había sucedido igual cuando llegó al pueblo hacía ya una eternidad. Cuando estaba embarazada de Julia y vivía cada día con la certeza de que la felicidad para ella se había perdido, muy lejos, en otro lugar y en otra época.
Hasta que la playa se la trajo de nuevo

A lo lejos Julia seguía jugando y riendo como cuando Golfo la seguía a todas partes.

-Mamá yo sé que Golfo está bien y que no está enfadado conmigo- dijo Julia mientras Lucía la arropaba.

-¿Y como sabes eso? Le preguntó mientras apagaba la luz y le daba un beso en la frente.

-Me lo ha dicho la playa- pronunció la niña antes de quedarse dormida.

Lucia sonrió y abandonó la habitación para encontrarse con Alex. Mientras, a lo lejos, el agua de las olas arrastraba el dolor que Julia había enterrado en la arena aquella tarde.

martes, 22 de abril de 2008

La última vez

La última vez que se vieron eran todavía adolescentes. Él soñaba con marcharse lejos, a otra ciudad o tal vez a otro país, a otro mundo con otra gente, con otros colores y puede que un olor diferente. Ella soñaba con huir a su lado.

La última vez que se vieron la vida era sencilla y el amor no dolía demasiado. No conocían la decepción y nunca habían oído hablar del desengaño.

Se amaban por encima de todo, como si cada instante fuera a ser el último a su lado. Amaban con toda su alma pues la conservaban intacta, el dolor no había dejado aún cicatrices grabadas.

La última vez que se vieron no conocían el sabor amargo de los besos, ni el veneno de los labios después de pronunciar un "te quiero" sin sentirlo demasiado.

Tampoco conocían la derrota porque entre sus cuerpos no quedaba espacio para las batallas, ni para las mentiras, ni siquiera para las lágrimas.

Conservaban la ilusión de los niños, el brillo en los ojos y la sonrisa tallada en el rostro. Amar era fácil, era casi un juego, de esos divertidos en los que las reglas sirven para protegerlo dentro de unos límites sin que lo lleguen a limitar del todo.

La última vez que se vieron se entregaban el corazón el uno al otro, entero, intacto, sin que le faltara ningún trozo y sin miedo a que se rompiera entre sus manos.

Pero se rompió, estalló en mil pedazos, todo dejó de ser fácil, el juego dejó de tener gracia, derramaron todas sus lágrimas, se les borró la sonrisa del rostro y se les partió en dos el alma.

La última vez que se vieron él tuvo que viajar a otro mundo y ella, ella aún sigue esperando.

lunes, 14 de abril de 2008

Cuando el gris aparece de nuevo

La oscuridad lo envolvió todo, y supo que cuando volviese la luz todo habría cambiado. Pero no volvió, la oscuridad se quedó ahí siempre con él. Permanece atrapada dentro de sus ojos impidiéndole cualquier posibilidad de volver a verla. Aunque los abra ya nada tiene el mismo color que antes.

Fue en ese momento cuando se dio cuenta, ya nada tiene sentido si ni siquiera la luz forma parte de sus días, permanece encerrado en su pequeño mundo de color gris con la oscuridad abriéndose camino a su paso.

Pero él lo sigue intentando, por su familia, por su mujer, por sus hijos, pero no por él. Lucha cada día por cambiar su vida, por abandonar la oscuridad, porque la luz vuelva a inundar sus pupilas. Sólo que lucha sin fuerzas y el cansancio empieza a ganar la batalla.

Cuando le vi después de dos meses, sólo me basto un segundo para darme cuenta, el aura gris que le rodea es fatalmente inconfundible.

Abrió los ojos y me distinguió entre las sombras, me abrazó mientras repetía mi nombre con su garganta rota. Me abrazó y yo le recibí con todo el dolor de mi corazón y casi sin aliento en mis pulmones. Nunca me había abrazado de esa forma, nadie me había abrazado así.

Me agarraba con sus agotadas fuerzas como si de esa forma fuera a impedir que volviera a marcharme de nuevo. La oscuridad que le rodeaba empezó a filtrarse en mi alma y algo demasiado conocido recorrió mansamente mi espalda para terminar revolviéndose en mis tripas.

Me faltó el aliento, mis músculos se quedaron quietos mientras oía como repetía mi nombre y lo lejos que había estado todo este tiempo “Sara, Sara ya estas aquí”. Cerré los ojos, el gris me obligó a hacerlo, no quería verle de nuevo. Durante un segundo rogué al cielo olvidando que la piedad no es una de sus virtudes y cuando empezó a robarme las fuerzas el recuerdo no le consintió hacerlo.

Recordé la primera vez que cáncer y tumor se hicieron un hueco en mi estómago, la primera vez que me dejaron sin voz, sin músculos, sin oídos, sin lágrimas. Reviví el dolor, la pena, la incertidumbre y al mismo tiempo, la esperanza que como siempre, es lo último que se pierde.

Recordé como el escalofrío se adueño en numerosas ocasiones de mi cuerpo, como me paralizó las piernas y la garganta el primer día que fui a ver al abuelo al hospital cuando un fin de semana era todo el futuro que le esperaba.

Le volví a ver tumbado en la cama, con la máscara de oxígeno, suplicándome con los ojos que le dijera algo, lo que fuera, que se lo hiciera más fácil. Recordé como me tendió la mano y el tiempo que tardé en cogérsela. Recordé como el escalofrío me hizo perder el tiempo, su tiempo.

Recordé como el día del entierro me maldije mil veces por ello, y al día siguiente y al otro y al otro…Recordé como lo sigo haciendo.

No podré perdonarme todo lo que el escalofrío me robó de mi abuelo, no puedo perdonarme haberle consentido hacerlo.

De repente me di cuenta de que no había derramado ni una lágrima, ni siquiera cuando después de hablar con mi madre por teléfono las palabras “cáncer de pulmón” se hacían las dueñas de mi cerebro. El escalofrío me había dejado seca por dentro.

Así que tragué saliva, cerré los ojos, apreté los dientes y lo empujé hacia abajo con todas mis fuerzas, no podía tenerle ahí de nuevo, no en ese momento. Me separé de papá (a ti nunca pude llamarte abuelo) y recuperé mi voz, mis músculos, mis oídos y por supuesto, mis lágrimas.

Me preparé para pasar a su lado cinco días consintiendo que el escalofrió se retorciera lo justo para no hacerme perder el tiempo, su tiempo. Aprendí a convivir con él, a respetar sus movimientos dentro de mi estómago sin que me invadieran tanto por dentro que no me dejaran moverme por fuera. Consentí de nuevo que el gris tiñera su vida, sólo que esta vez no rompí a llorar al darme cuenta. Miré al cáncer de frente haciendo como si no lo viera tal y como hacía cada día hace ya ocho meses.

Pero como he dicho antes, el gris se ha metido en su alma y el cansancio empieza a ganar la batalla...

-Sara bonita, la muerte no es mala, no cuando se ha vivido tanto, tú tienes que saberlo- pronunciaron sus labios mientras sus ojos sin luz se encontraban con los míos.

-Lo sé papá, lo sé -dije sonriéndole al mismo tiempo que una mano gris se refugiaba entre las mías y un suspiro de alivio rompía un poco el gris del ambiente.

No pude decirle otra cosa, no quise decírsela. Sé que el gris de su piel se le está empezando a comer por dentro, que la oscuridad es lo único que le rodea y que por mucho que lo intente, el desaliento y la falta de ganas son demasiado fuertes. Por mucho que me duela no puedo, no voy a pedirle que luche si no quiere hacerlo, esta vez no.