jueves, 19 de julio de 2007

Hola abuelo,

Hoy he venido a contarte la verdad. Hasta ahora no he podido hacerlo. Me he tenido que morder la lengua (y ya me conoces, sabes lo poco que me gusta, el trabajo que me cuesta). Lo he hecho por ti abuelo, lo he hecho porque te quiero.

Tenías cáncer abuelo, por eso no podías tragar, tu tumor del esófago era demasiado grande. Lo supimos el 14 de febrero, ha hecho cinco meses hace poco. Desde el primer momento nos dijeron que era malo, que no te ibas a curar. Pero te dieron un año y medio de vida, incluso dos, si no había complicaciones.

Las últimas pastillas que tomaste no eran medicamentos normales abuelo, era quimioterapia. Y estabas bien, sin poder tragar demasiado pero estabas bien. La quimio no te sentó mal, los médicos alucinaban contigo. Hasta que un día dejaste de tragar y llegaron las complicaciones.
La última vez que estuviste ingresado fue porque te pusieron una prótesis en el esófago. Sabíamos que podía salir mal, pero no había más remedio abuelo. Tenías el tejido necrosado, estabas muy malito abuelo. Tu esófago no lo soportó y se rompió y de paso te perforó el pulmón derecho. Como una sabana vieja que tiene un agujero pequeño, si tiras con fuerza se rasga por completo. Era eso lo que dolía tanto, estabas roto por dentro.

Te ingresamos en el hospital porque había que ayudarte a que no doliera. No fue para curarte como tú creías, fue porque no ibas a morir con ese dolor en el cuerpo. Por eso tenías habitación individual, “de enchufado” como decías tú. Estábamos esperando a que murieras, a que descansaras de una vez.

Desde que ingresaste el miércoles por la noche la angustia se apoderó de mí. La tenía ahí siempre conmigo. No me dejaba respirar pero gracias a ella no me ha importado no comer, no dormir, no llorar. Me ha mantenido activa, activa para cuidarte, para estar contigo. Para que ya no me afectara tu aspecto, que se deterioraba cada día al principio, cada hora al final. Me ha ayudado a estar contigo y hoy por fin he dejado de sentirla.

Desde el jueves he ido de casa al 12 de octubre sin pensar, rogando a quien quisiera escucharme para que murieras. Llorando sin parar, temblando de miedo. Odiándome por mil cosas diferentes pero sobretodo por mentirte.

La planta décima del edificio de maternidad estos días me ha visto más el pelo que mi propia casa. Es curioso como en el ascensor puedes adivinar a donde va cada persona sólo por la cara que tienen. Los de la décima y los de la sexta siempre subimos llorando y el resto nos miran rogando no compartir nunca planta con nosotros.

Estabas en oncología abuelo, sé que nunca quisiste darte cuenta, pero estabas ahí. Era fácil no enterarse, es raro que oncología y maternidad estén en el mismo edificio. Pero era así y en el fondo no es tan raro. No es más que la vida y la muerte encerradas bajo el mismo techo.

En cuanto se abrían las puertas del ascensor me secaba las lágrimas, entraba en tu habitación con una sonrisa de oreja a oreja, y lo más importante, empezaba a mentir. Nunca había visto a un enfermo terminal, nunca tan cerca. Jamás en mi vida he visto a alguien tan débil aferrarse a la vida con todas sus fuerzas.

-El martes me ve el médico y el jueves me voy a tu casa, contigo. Así que prepárame la habitación y dile a la gata que se quite de mi sillón.
-¿El jueves abuelo? Vale, te venimos a buscar al hospital y ya que nos den los batidos.

Y así, una mentira tras otra y cada vez era más difícil mentirte porque cada vez te dabas más cuenta de lo que pasaba. La muerte iba ganando posiciones y tú podías sentirlo. Pero seguías adelante, con los dos pulmones primero, con el izquierdo después. Más tarde te abandonaron los riñones, pero tu cuerpo no se rendía. Se negaba a morir. Sabía que toda la fuerza que has tenido siempre permanecía escondida en algún sitio, esperando a hacer su aparición. No era el momento abuelo, ya habías sufrido bastante. Tú ya no tenías que luchar más.

Me he cansado de oír eso de que no tenía porqué pasar por esto, que no tenía necesidad de pasarme el día en el hospital, que no tenía necesidad de verlo. Pero soy igual de cabezota que tú abuelo. Era la última vez que iba a estar contigo. La última, no iba a tener más oportunidades y no iba a desaprovecharla. Y no ha sido fácil pero ha sido más difícil para ti, yo no tengo derecho a quejarme. Pensé que lo más duro iba a ser verte morir, sentarme a tu lado sin poder hacer nada. Me equivoqué.

Lo más difícil ha sido ver que no morías y al mismo tiempo, llorar por dentro con una sonrisa en la cara y una mentira en los labios.

Y no has perdido la fuerza hasta el final, y no has perdido la cabeza en ningún momento (ojala lo hubieras hecho) y no has perdido tu humor. Cuando todavía podías hablar seguías con tus bromas, haciéndonos reír a todos, haciéndonoslo más fácil.

Y no me podía creer que alguien con tantas ganas de vivir estuviera muriendo, sabía que era imposible pero más imposible me parecía que lucharas de esa manera y en esas circunstancias. Hasta que llegó el sábado y empecé a desear tu muerte.

- Estamos pensando en sedarle pero necesitamos su permiso, que la familia esté de acuerdo- nos decían los médicos sin mirarnos a los ojos.

Ni nos lo pensamos, lo dijimos todos a la vez “por supuesto, no queremos que sufra” sin llorar, porque había que pasar a verte después. Estabas tan nervioso abuelo, casi no se entendía lo que decías pero nos lo podíamos imaginar. Sabías que ibas a morir, lo supiste justo ese día y todas las mentiras del mundo no eran suficientes para convencerte de lo contrario.

Pero seguí mintiéndote, diciéndote lo bien que iba a salir todo, que ibas a salir de allí, que te estaban curando. “tú sólo duérmete y ya verás como cuando te despiertes te encontrarás mejor”.

Estabas dormido tres horas y después te despertabas. La sedación no te dejaba mover los labios pero el miedo te hacía temblar y apretarme la mano con toda tu fuerza. Si te hubiéramos dejado habrías salido corriendo. Y me mirabas con esos ojos, (iguales que los de papá), suplicándome ayuda.

Seguí mintiéndote porque no sabía que más podía hacer por ti. Intentando calmarte hasta que durmieras de nuevo y a las tres horas otra vez a empezar. Estaban probando la sedación que necesitabas “porque si le ponemos más de la que necesita aceleramos el proceso de la muerte y eso no es ético”, nos decían, de nuevo sin mirarnos a los ojos.

¿En qué clase de mundo vivimos en el que es más ético ver sufrir que ver morir?

A nadie le dolía más tu muerte que a nosotros abuelo, pero verte agonizar nos dolía mucho más. Muchísimo más. Ya no era alargarte la vida, era prolongarte la muerte y nadie se merece eso. Un enfermo terminal tiene más que suficiente con su situación, no necesita extenderla.

Si nos hubieran dicho que había una sola posibilidad entre millones de ellas. Que esa posibilidad en el caso de que se diera, te dejaría con una calidad de vida muy por debajo de la que tenías…en ese caso entiendo que no sea ético. En ese caso la abuela no habría cambiado sus oraciones de estos cinco meses por otra totalmente opuesta.

Pero no era ese caso, ojala lo hubiera sido pero no lo era. Si no te fallaba el pulmón, la infección te mataría o puede que tu corazón terminara por pararse, o vete tú a saber. Estaban claras tus posibilidades, lo supe en cuanto crucé por primera vez la puerta. Antes incluso de que el médico dijera que no pasarías del fin de semana.

Pero no era ético, y me lo decían sin mirarme a los ojos y si alguna vez lo hacían me dejaban ver su tristeza. Seguramente para ellos si que lo era, pero tenían que mentir.

Y pasó el sábado, y por fin tenían clara la sedación que necesitabas para no recurrir a la inyección, para que no te despertaras. Cuando el domingo entré por la puerta (otra vez) empecé a dudar de la predicción de los médicos. Habías empeorado un poquito pero no lo suficiente. Te despertaste otra vez cuando fueron a cambiarte la cama (no logro entender porqué) y esa fue la última vez que nos viste.

Cinco minutos nos costó dormirte, cinco minutos duró tu última agonía. Luchabas para no quedarte dormido. Me apretabas la mano y me mirabas con esos ojos, mientras el cuerpo entero te temblaba de miedo. Mientras la abuela te peinaba con todo el cariño del mundo. Y seguí mintiéndote, pidiéndote por favor que te durmieras, que todo estaba bien que estábamos contigo.

No volviste a despertar, la muerte te llevó a su lado el lunes de madrugada y por fin descansaste. Mi angustia se fue contigo dejando un vacío que ha ocupado la pena. Pero hoy he podido dormir, he podido tener hambre, he podido llorarte hasta que no he podido llorar más.

Han sido los peores días de mi vida abuelo, verte sufrir, ver a la abuela, a tus hijos. A papá que ya sabes que nunca habla, que nunca dice lo que piensa. Pero que desde el jueves me mira con esos ojos…

La última vez que me hablaste y pude entender lo que decías fue el viernes, cuando me despedí de ti después de haber estado todo el día contigo. Me diste las gracias. “Gracias Sarita por quedarte conmigo, te lo agradezco un montón” y tuve que tragarme las lágrimas y entre risas y quitándole importancia al asunto despedirme de ti. Algo dentro de mí me decía que al día siguiente probablemente no podrías hablar. Que sería la última vez que hablaría contigo.

-Mañana te veo abuelo, no le des guerra a la abuela esta noche que tiene que descansar.
-Muy bien Sarita, te estaré esperando aquí, sin moverme.

Y ahora yo te quiero dar las gracias a ti abuelo. Porque estos cinco meses han sido un regalo para todos nosotros. Porque he disfrutado de ti al máximo y tú no te has quejado. Porque he tenido tiempo suficiente para hacerme a la idea, para que esto no fuera tan duro. Aunque la expresión es cierta y la esperanza es lo último que se pierde. Aunque si hubiera tenido mucho más tiempo me habría costado lo mismo.

Te quiero mucho abuelo y como te quiero tanto te doy las gracias por haberte reducido una agonía de meses a unos días. Gracias por no sufrir demasiado, por consumirte de golpe y casi sin enterarte de nada, en vez de hacerlo poco a poco sin necesidad alguna.

Gracias por regalarme estos días para cuidarte. Si te hubieras ido de repente no habría podido pasar a tu lado todas estas horas, ni cogerte de la mano, ni hablar contigo y gastar bromas, ni calmarte. No habría podido darte un beso ni decirte lo mucho que te quiero teniendo la certeza de que no iba a haber más. No habría podido contener las lágrimas y tener una sonrisa preparada para que vieras que todo iba bien. Gracias por permitirme hacer ese sacrificio por ti. Gracias por darnos tiempo a todos para estar contigo.

No te imaginas lo que te voy a echar de menos, ya no voy a tener a nadie que me persiga con el mando por la casa para que le ponga los toros. Ni que abra mi puerta después de estar toda la tarde estudiando y me pregunté ¿te ayudo?, sólo para hacerme reír. Nadie más me va a llamar Sarita, porque lo odio. Sólo me gusta cuando me lo llamas tú. Sólo a ti te dejaba llamármelo.

¿Y quién me va a entender ahora cuando aparte el pimiento en el plato?. ¿Quién se va a pasar horas sentado a mi lado, sólo para estar conmigo?. ¿Quién me va a consolar sin agobiarme para que le cuente que me pasa?. ¿Quién va entender que yo lo cuento cuando quiero, no cuando quieren los demás?. Quien me va a entender mejor que tú abuelo, si somos los dos iguales.

Ayer fui a tu pueblo abuelo, me lo llevas pidiendo tanto tiempo y ha tenido que ser ahora. Te eché de menos un montón, eso de andar por las calles sin ti a mi lado. Explicándomelo todo, “aquí vivía yo cuando era pequeño y en esa casa que ves a lo lejos iba tu padre a trillar cuando veníamos en verano”. Saludando a todo el mundo y riéndote conmigo de ellos después. Odiabas las tonterías de la gente del pueblo pero las aceptabas con resignación “Sarita se aburren mucho, el pueblo es muy aburrido”.

Lo que no sabía yo era que hasta en tu entierro tenía un banco asignado. Estuve apunto de sentarme en el “banco de los hombres”, tus sobrinas “las tacañonas” como tu las llamabas, nos quitaron el sitio a Marta y a mi. No me importó abuelo, a la abuela le dolió en el alma pero yo sé que en tu corazón tus nietas teníamos un sitio muy grande y que lo hicieron porque no tienen otra cosa que hacer. El pueblo es muy aburrido.

Al final me quedé en el banco de las mujeres por la abuela, sé que a ti te habría hecho gracia, pero la abuela me pidió que me portara bien. Te habrías partido de la risa con esa risa tuya tan característica, mientras decías eso de “¡Ay que chica esta!” como decías siempre que hacía “una de las de mi nieta la pequeña”. Nunca podré olvidar esa risa abuelo, la de veces que nos habremos reído juntos mientras la abuela se desesperaba y aceptaba que por separado bueno…pero que cuando nos juntábamos no había nada que hacer.

-Tú y Marta os tenéis que sentar en el segundo banco, detrás de mí. Ese es el banco de los nietos. Por favor Sara no des la nota como tu abuelo, que te conozco.

Ya sabes como es tu mujer abuelo, nadie la puede llevar la contraria, si no has podido tú en sesenta años no lo iba a hacer yo ahora. Juntos bueno, pero separados no. Estos días he conseguido convencerla de algunas cosas pero, poco a poco. Hoy he tenido que regañarla, no quería ver la tele, ya sabes, cosas del pueblo. Me he acordado de la última vez que te regañé, en el hospital. Lo que me pude reír, lo cabezón que eres y las cosas que dices. La enfermera estaba alucinada, no se lo podía creer, que alguien en tu situación tuviera ganas de hacer bromas y de reírse a carcajadas. Al final te saliste con la tuya, me rendí, no podía regañarte, no con las cosas que decías. Acepté la derrota y te dije que hicieras lo que te diera la gana pero que no te enfadaras conmigo. “No, no, no, no yo nunca me enfado contigo Sarita”.

No te enfades tampoco ahora abuelo, por favor. Perdóname por no haberte dicho la verdad en estos cinco meses. Perdóname por mentirte, hasta el último minuto, hasta la última vez que me viste.

Ahora puedo volver a decirte sin mentir esta vez, que no te preocupes por nada, que todo está bien. Pues sé que desde donde quiera que estés (tú nunca creíste demasiado en el cielo) estas cuidando de nosotros y que de vez en cuando se te escapará una carcajada y un ¡Ay que chica esta!. Pero ya me conoces, abuelo ¡no lo puedo remediar!.

jueves, 12 de julio de 2007

El miedo a morir solo

La fábrica de sueños cerró por vacaciones con una llamada a las 12 de la noche. Desde febrero, desde aquél día, renuncié a mis sueños a todos y cada uno de ellos excepto a uno. No me importaba perder el resto con tal de que este se cumpliera. Con tal de que este día no llegara.

Pero esa llamada me quitó mi solitario sueño, me dejó vacía y a mí fábrica no le quedó más remedio que cerrar por vacaciones. No tiene sentido que permanezca abierta.

Desde que era pequeña siempre he oído la misma frase “eres una luchadora” y sí, puede que lo sea. Pero lo soy gracias a ti. Tú me enseñaste a no rendirme, ¿te acuerdas?

Tenía cuatro años y estaba muy enferma. No fue justo, me quedé sin infancia, maduré demasiado rápido.

Nadie era capaz de decirme lo que tenía, me hacían pruebas todas las semanas. Me inflaban de medicamentos que no necesitaba, pero no servía de nada.

Y entonces un día tú me sentaste en tus rodillas y me hablaste como una adulta porque la ocasión lo merecía y porque yo había dejado de ser una niña hacía tiempo.

- ¿Has visto mi mano?- me preguntaste a la vez que me enseñabas tu mano izquierda
- Si, ¿Por qué tienes los dedos rotos abuelo?
- Porque un día me los corté
- ¿Y ya no te crecieron más?
- No cariño ya no me crecieron más y ¿sabes? No me van a crecer nunca.
- ¿Y te dolió?
- No que va, no me enteré. Me dolió después cuando tuve que acostumbrarme a vivir sin ellos. Eso es lo que más duele. Tener una cosa que es tuya, y que ni siquiera eres consciente de que lo es. Y de repente te lo quitan y tienes que vivir sin ello. Eso fue lo que más dolió. Sara, ¿Tú sabes lo que te pasa?
- Si
- ¿Por qué cuando empiezas a toser sales corriendo buscando a tu madre, a tu padre o a quien sea?¿Por qué lo haces si sabes que correr te hace toser más?

Recuerdo perfectamente que me dejaste helada, nadie se había atrevido a hacerme esa pregunta. Tenía cuatro años pero no era idiota, sabía que no querían escuchar la respuesta.

- Porque me da miedo morirme sola abuelo.

Esperaba un “no digas esas cosas, te vas a curar” pero te limitaste a asentir con la cabeza y a decir:

- Entonces sabes que puedes morir, eres una chica muy lista, a ti no hay quien te engañe.
- Si, y mamá y papá también lo saben. Por eso hacen turnos por la noche, para que no me muera sola. Ellos no me lo han dicho pero yo lo sé. Por eso no me regañan cuando corro. Ellos sólo me dicen que me voy a curar pero yo sé que eso no lo sabe nadie.
- No, no lo sabe nadie. Eso sólo lo sabes tú. A mí me quitaron los dedos, a ti te quitaron la salud y tienes que aprender a vivir sin ella.

Y seguiste hablando conmigo cambiando la palabra “malita” por “enferma” y “curarse” por “sobrevivir”. Me enseñaste a luchar, a mandar en mi cuerpo. Me salvaste porque cada vez que tosía la muerte me miraba de frente. Y aprendí a estar mucho tiempo sin respirar, para que cuando llegara la tos no me pillara desprevenida. Y aprendí a controlarla, para poder comer. A aguantar lo suficiente sin toser para no terminar vomitando.

Tú, abuelo, me enseñaste a amar mi vida por encima de todo a pesar de estar enferma. Y cuando me acostumbré a vivir sin salud ya no me importó vivir el resto de mi vida sin ella.

No me importó no poder ir al cole, no me importó no poder jugar, no poder levantarme de la cama, tener que soportar mil pruebas a cual más desagradable. Estaba viva, eso era lo más importante.

Estuve un año luchando y un día por fin me curé. Y nunca hemos sabido lo que fue, ni como lo hice. Y nunca tuve más medicina que tus palabras.

Me enseñaste a luchar y ahora tú no lo haces.

Lo estabas haciendo muy bien. Sé que no tenías ganas pero te tomabas todo lo que te mandábamos, tal y como hacía yo entonces. Hasta que hace dos semanas tu esófago se cerró por completo y ya no podías tragar más.

Se me caía el alma a los pies cuando te veía por el pasillo del hospital con tu alimentación por vena. Y me dolía muchísimo más saber que te iban a poner una prótesis para abrirte el esófago y que tú no sabías nada. No te enteraste de nada hasta el día de la operación y yo mejor que nadie podía sentir todo el miedo que pasaste.

A mí tampoco me contaban nada, decían que era para protegerme pero yo siempre he preferido saber las cosas. Un día me harté de que me trataran como una niña y me comporté como tal. Me puse a llorar y a patalear y mi madre optó por hacerme caso. Desde entonces me explicaban paso a paso lo que me iba a hacer el médico antes de entrar por la puerta del hospital. Incluso mis probabilidades de vivir en el caso de que la prueba diera positivo. Gracias a eso dejé de tener miedo, aunque reconozco que no puedo poner un pie en un hospital sin echarme a temblar.

Y todo salió bien, había que esperar, pero salió bien. Podías comer y ahora incluso comías más cosas que antes. Pero no te dio la gana tomarte los batidos. Te lo pedí por favor, te lo pedí por mí que soy tu nieta, te supliqué y no quisiste. Estabas tan débil que te costaba trabajo hasta coger la cuchara. Todo lo que comías en un día equivalían a las 300 calorías del batido. Si te hubieras tomado dos por lo menos….

Pero dejaste de luchar, te daba miedo, estabas cansado y a pesar de todo, lo entiendo. Llevamos mucho tiempo engañándote, haciéndote pruebas que no sabes para que son. Tenías tanto miedo que el hospital era el único sitio en el que te sentías seguro, pero no eras capaz de andar hasta él.

Y anoche la prótesis te perforó el pulmón y estas tan débil que no te pueden operar para quitártela. Ya no hay nada que hacer, la única solución es sedarte para que no te duela.

Y no puedo seguir pidiéndote que luches porque ya es tarde. Y no puedo tener esperanza porque ya no me queda. Ni siquiera puedo esperar que se cumpla mi sueño pues mi fábrica ha cerrado sus puertas y hace mucho que dejé de creer en los milagros. Sólo me queda sentarme a tu lado porque sé de sobra que si morir da miedo, morir solo da muchísimo más.

miércoles, 11 de julio de 2007

¿Destino?

Me conoces muy bien y sabes de sobra que nunca he creído ni en la casualidad ni en el destino. Tal vez porque me enseñaron a asumir mis errores. O tal vez tengas razón y la idea de no controlarlo todo me escueza por dentro.

No fue la casualidad la que te trajo a mi vida, no lo fue. Tampoco fue ella la que me hizo salir huyendo (eso lo hicimos juntos, y sí, asumo mi parte de culpa porque también la tengo)

El destino no hizo que volviéramos a encontrarnos (¿dos años después?). Eso ocurrió porque no pudimos (o no quisimos) hacer frente a lo que nos estaba pasando. Tomamos el camino fácil y nuestro propio error terminó encontrándonos. Y ya no hizo falta huir, todo terminó antes de que nos diera tiempo a empezar.

Y no fue ni la casualidad, ni el destino, fuiste tú. Esta vez fue por tu culpa, aunque estar a tu lado me enseñó que nunca encontrarás el valor para admitirlo.

Si no te dije que iba a pedir el erasmus fue porque, simplemente, no quise. Y no, no sabía lo que iba a pasar, pero algo me decía que terminaría mal como siempre. Y no, no lo pedí por eso. Para huir de ti no me hace falta irme tan lejos, será porque ahora no encuentro la necesidad de huir. Será que por fin lo he entendido.

No fue por casualidad que no pidiera un erasmus antes, con ADE. No fue casualidad, fueron muchos motivos pero cada uno tenía su sentido y su razón de ser. Todos y cada uno de ellos estaban justificados. No sabes lo que me dolía no poder irme.

No sé que me hizo hacer la doble licenciatura con Actuariales, ni siquiera sé porque hice un segundo ciclo. Pero fue mi decisión, no fue el destino. Y fue de las mejores de mi vida aunque me haya costado demasiados sacrificios este cuatrimestre. Ahora puedo estudiar algo que de verdad me gusta (aunque nadie sepa lo que es, aunque siempre tenga que explicarlo, aunque nadie entienda mi explicación y yo lo deje por imposible)

Y no fue casualidad que este año SI pudiera pedir un erasmus, fue que todos esos motivos o se solucionaron o dejaron de tener importancia. Fue más bien por cabezonería, pues casi no había destinos y ninguno me terminaba de convencer.

Y ahora ya no sé ni lo que es, porque me ha traido demasiados problemas. Porque a las pocas horas de enterarme que tenía la plaza me enteré de que mi abuelo se moría. Y sé que el día que me vaya será probablemente el último día que le vea. Pero me tengo que ir. Te dejo que lo llames como quieras, hace tiempo que dejé de definirlo. Y no me lo pongas más difícil que bastante trabajo me está costando ya.

No fue el destino el que hizo que este año se firmaran nuevos convenios, era algo que se pensaba hacer desde hacía mucho tiempo. Así que no, no fue la casualidad la que hizo que este año, justo este año salieran plazas específicas para Actuariales (y no las de antes que compartíamos con economía y ADE y era casi imposible que nos dieran a nosotros pues apenas teníamos asignaturas)

Como somos muy pocos en clase se explica muy bien que sólo tres nos fuéramos de erasmus. Tampoco es casualidad que solo hubiera tres plazas para nosotros, es lógico que haya pocas, no es una carrera que suela pedirlo. No me voy a Suiza por casualidad, me voy porque es lo más razonable. No iban a dejar una plaza de actuariales vacía sólo porque Lausanne no fuera mi primera opción.

Así que puedes estar tranquilo, que no me voy a Suiza por ti. Me voy por mi y si quieres lo entiendes, y si no, te dejo que sigas pensando que todo es una casualidad que yo seguiré diciendo que la pobre no tiene culpa de nada.Que por mucho que te empeñes el destino no es culpable de todo lo malo que te pasa. Que si tú y yo tenemos algún destino, es el de ser amigos y todo lo demás nos sobra.

lunes, 9 de julio de 2007

Jugando con la arena (II)

Los hombros del ángel se estremecían mientras lloraba y el mundo entero pudo sentir su dolor”. Alex se quedó frente a la pantalla y leyó la frase una y otra vez. Tenía el final del relato pero no podía escribir el principio. Tal vez era excesivamente pronto para eso.

Apagó el ordenador con un suspiro y se estiró en la silla. Desde que llegó al pueblo no había parado de escribir. Probablemente sus circunstancias personales hacían de escribir una terapia más que un trabajo. Pero hoy la inspiración no estaba de su lado.

Se levantó y sin dejar de dar vueltas a lo mismo una y otra vez, se dirigió hacia el cuarto de baño. Abrió el grifo sin atreverse a levantar la vista. Se cubrió el rostro de agua helada y esperó unos segundos antes de contemplar su reflejo.

La mirada que le devolvió el espejo no era la suya, eran sus labios, su pelo, esa cicatriz en la frente que no podía recordar cuando apareció ni porqué. Eran sus ojos, pero no era su mirada, no la que él conocía, esa que le hacía vulnerable desnudándole por dentro.

No era su mirada y empezaba a pensar que ni siquiera era él. Frunció el ceño desafiándola pero no obtuvo más respuesta que una muda indiferencia. Retrocedió sobre sus pasos con la angustiosa certeza de que aún era demasiado pronto para enfrentarse a su reflejo y salió de la casa derrotado.

Julia le estaba esperando en el jardín con Golfo jugando entre sus piernas.

-¿Sabes qué? Mamá me ha contado que cuando erais pequeños jugabais en la playa a piratas y que...

Alex saltó la valla al mismo tiempo que el pequeño gato huía despavorido. Se sentó al lado de la niña y recordó con ella tiempos pasados. Poco a poco dejó que su charla y el incesante parloteo de Julia le transportaran a los momentos más dulces de su vida.

Imaginaba que era un pirata cuando jugaba con su espada de madera mientras Lucía planeaba rutas imposibles para encontrar el tesoro escondido. Realmente creía que en algún lugar no muy lejos de la playa, un cofre lleno de secretos aguardaba impaciente a ser descubierto.

-Vamos Alex, sé que está aquí, ayúdame a desenterrarlo.

Y se pasaban la tarde entera cavando un hoyo inmenso en la orilla. Cuando el agotamiento podía finalmente con ellos regresaban a casa cubiertos de fina arena. Al día siguiente Lucía marcaba una nueva ruta, Alex se ajustaba su espada en el cinturón y vigilaba con un catalejo improvisado que fueran los únicos piratas de la costa.

Pero por más que lo buscaron nunca consiguieron encontrarlo.

-Julia, el abuelo te está esperando.

-Está bien –dijo la pequeña arrastrando las letras con resignación- Alex tengo que irme pero ¿me prometes que otro día vamos a buscar el tesoro de mamá?

-¡Claro que sí cariño! Me llevaré mi espada de madera.

Lucía ayudó a Alex a levantarse del suelo y ambos salieron por la puerta como cada tarde. Sólo habían pasado dos meses desde que él llegó al pueblo pero no habían encontrado ninguna dificultad en adaptarse de nuevo el uno al otro.

Iban a la playa, ya se había convertido en un ritual. Tumbados en la arena podían pasarse las horas hablando, tenían mucho que contarse. Alex viajaba con ella a Londres y ella descubrió los primeros días de él lejos de allí. Su primer trabajo, su primera casa, por llamarlo de alguna manera. Lo que hizo, lo que dejó de hacer, lo que quiso hacer y no pudo. Pero sin embargo había algo que aun no se había atrevido a contarle.

-Todavía no te he contado que es lo que hago aquí

-Lo sé, pero ¿Sabes? Sé que algún día lo harás y yo estaré aquí para escucharlo.

-No es fácil

-No lo dudo

-Ni siquiera sé por donde empezar, ni siquiera estoy seguro de lo que ha pasado. Sigo dándole vueltas, tratando de entender. Me encantaría comprender algo, lo que sea, pero no..., no puedo.- confesó con un suspiro.

-Pero podrás, sólo tienes que seguir intentándolo. Nunca te he visto darte por vencido.

-Eso es porque nunca antes me habían vencido – contestó Alex con toda la resignación de la que disponía mientras Lucía se hacía un hueco entre sus brazos.

Y ya no dijo nada más, no habría sido capaz de contener las lágrimas. Lucía siguió hablando durante horas, tratando de hacerle entender que por muy mal que estuvieran las cosas, al final siempre había una salida y que por mucho que le costara verla nunca había que dejar de buscarla.

-Y si aún así sigues sin encontrarla, la haces y si no te apetece, te aguantas. Pero no te conformes, Alex ese no eres tú. Puedes salir de esto, sólo tienes que convencerte de que puedes.

El cuerpo de él empezó a estremecerse mientras lloraba. Igual que el ángel de su relato, el protagonista de la historia que todavía no era capaz de escribir. Alex estaba roto por dentro y Lucía con la cabeza sobre su pecho, podía sentir todo su dolor.

Pero ella siguió hablando mientras el tiempo les daba la espalda y el sol se ponía sobre ambos. Tumbados sobre la arena, en el mismo lugar en el que años atrás habían buscado incansables un tesoro que parecía no llegar nunca.

El mismo lugar en el que habían renunciado a su sueño, cansados de no encontrar nunca nada más que arena.

El mismo lugar que esa noche les concedía el regalo de encontrarse el uno al otro, cediéndole a la playa la imagen más tierna que había contemplado jamás.